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Estado sin nación

Hay en España un sentimiento de identidad nacional desdibujado, por no decir tibio. Ni el asunto de Gibraltar o nuestra integridad territorial logra ya concitar unanimidad. Esto nos aleja del resto de países, incluidos los europeos, que fundan en su orgullosa pertenencia a la patria sus esencias como pueblos. Los símbolos que encarnan aquí al Estado o son con frecuencia materia de tribunales, por las gratuitas ofensas que padecen, o constituyen el santo y seña de corrientes políticas vehementes. No han sido suficientes una trayectoria brillante, una sociedad avanzada o un liderazgo cultural indiscutible para que la totalidad de los españoles nos sintamos dichosos de serlo. Somos en cierto modo un Estado sin nación, a diferencia de lo que se experimenta en diversas regiones peninsulares, con apasionadas aspiraciones hacia naciones sin Estado.

Aunque con ocasión de los sucesos de Cataluña se ha podido advertir en los rincones más dispares de España un renacimiento de patriotismo de balcón o de mensajería instantánea, este hecho no atenúa la realidad de la que parto, y que apunta con carácter general a un pálido españolismo, que luce incluso en la fría denominación por algunos de nuestra nación como "Estado español". Las razones de que esto suceda son complejas en términos históricos, políticos o sociológicos, pero quizá deban atribuirse a la usurpación por determinado sector ideológico del nacionalismo español, excluyendo al resto. Esto, en momentos como el actual de huida de la reflexión y apuesta por la gestualidad, se traduce en que España y sus emblemas no parecen representar hoy a la inmensa mayoría sino a quienes enarbolan la rojigualda en sus mítines, algo poco conveniente desde la perspectiva de necesaria vertebración que precisan las naciones para afrontar sus desafíos.

Hace unos años, un conocido líder de la izquierda escenificó su candidatura a la Moncloa con una enorme bandera española a sus espaldas, incurriendo en el mismo error de base de los que se creen dueños de España. A pesar de que no me pareció demasiado mal que con esa liturgia compensara tanta apropiación indebida del lado opuesto, en el fondo estaba deteriorando aún más el imprescindible espacio político neutral que precisan para su afianzamiento los fundamentos de una nación.

En Alemania, donde también la identidad nacional resultó en su día raptada por planteamientos concretos con exclusión de los demás, se han venido ensayando desde entonces algunas soluciones para su recuperación. Habermas habla allí del patriotismo constitucional, como conjunto de valores democráticos que identifican al sistema, con la sociedad civil en su centro. Pero ni con esa meritoria propuesta intelectual han logrado conjurar la vuelta a las maneras nacionalistas extremas de un determinado color, algo que bien podría estar pasándonos a nosotros, incapaces hasta el momento de forjar una identidad nacional común liberada de sesgos ideológicos.

Tal vez por ello debamos retornar a las fórmulas clásicas para abordar este grave problema, que pasan por la educación del sentimiento nacional basada en las evidencias de la historia y de nuestro presente en cualquier ámbito, sin complejos y apolítica, y por el impedimento, incluso legal, del uso de los atributos de España por quienes pretenden emplearlos de forma partidaria, adueñándose indebidamente de lo que es de todos y solo debe servir para unirnos a todos.

No se trata de concebir un nacionalismo ardoroso que se convierta en un inconveniente, como sucede en los países donde lo sufren, sino de recobrar una templada querencia en lo propio liberada de ataduras ideológicas y que sirva como aglutinante de la ciudadanía en torno objetivos comunes. Si no lo abordamos pronto, esos nacionalismos periféricos a los que Ortega recomendaba conllevar encontrarán enfrente apenas a un páramo español que ni siente ni padece, lo que no pinta nada bien para el mantenimiento de nuestro Estado tal y como lo conocemos.

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