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La compañía de Bertolucci

En los años 70, el cine europeo nos educó. Más que el norteamericano, el cine europeo era entonces nuestro contemporáneo. En imágenes y en ideas. Y el papel del cine italiano -quizá por afinidad sentimental y cultural entre Italia y España- fue muy importante, tanto o más que su vida política, a la que no quitábamos ojo. Fueron importantes Fellini, Pasolini, Rossellini, Visconti y Antonioni. Mucho. Y fue muy importante Bertolucci. ¿De dónde ese 'muy'? De los vientos y la atmósfera de la época, en su caso más que en ningún otro.

El cine de Bertolucci se basa, esencialmente, en la narración y en la tendencia estetizante de su forma. Pero al hablar de la atmósfera de la época no me refiero a eso, sino a los tres pilares que sostuvieron la mayor parte de su obra: el sueño roto de Mayo del 68, el marxismo como método de análisis de la Historia y el psicoanálisis como discurso interpretativo de la persona y -en algún momento- de la sociedad y sus vaivenes. Esto, más una tendencia oclusiva en su visión de la pareja en el amor, define grosso modo ese cine que nos educó y maleducó (que también). Ese cine del que nos sentimos tan próximos a veces, y tan desapegados -a causa de su proximidad anterior- en otras.

En aquellos años los tres pilares que sostienen la obra de Bertolucci los respiramos -más refinada o más toscamente- todos. Me refiero a los que éramos jóvenes o muy jóvenes. De ahí que una película como El conformista -basada en la novela de Moravia del mismo título- nos cautivara. Pero que Novecento, pese a sus hallazgos estético-sentimentales, nos fatigara debido a su excesiva y pesada deuda con el realismo socialista. Creo que a él le pasó lo mismo porque en El último emperador se desquita de esa deuda suya con el izquierdismo más o menos ortodoxo, y donde en Novecento había épica entusiasta en El último emperador hay crítica y distanciamiento irónico.

Pero vayamos al mejor Bertolucci que es, sin duda, el realizador de El último tango en París. El director italiano siempre dijo que le atraía profundamente la experiencia humana de dos personas encerradas en una habitación, amándose al margen del mundo. No sólo lejos del mundo, sino como si nada del mundo -ni de su presente, ni de su pasado y tampoco de su futuro- existiera. El sueño de estar encerrado en esa habitación era uno de los sueños recurrentes de Bertolucci -el otro, ya lo dije, fue la memoria de Mayo del 68- y esa habitación o apartamento cerrados aparecen en Partner, en Soñadores, en Asediados y en Tú y yo, (magnífica la versión italiana de Space Oddity de Bowie: Ragazzo solo, ragazza sola), pero tuvieron el cénit de su esplendor -por devastador que fuera ese esplendor- en El último tango en París.

Si algo no hay en El último tango en París es inocencia. Ni en la historia que se narra ni en la mirada que la contempla. Ni siquiera en la 'ingenuidad' de ella, encarnada por María Schneider, hay inocencia. Esto era así en la mitad de los 70 y es así ahora, ya bien entrado el siglo XXI. Pero en vez de aplicar las lentes de la moralina actual, lo que quizá deberíamos preguntarnos es si la pasión amorosa es inocente. Si la pasión amorosa encierra en algún recoveco -y tiene muchos- una pizca de inocencia. La respuesta es no. Incluso cuando en medio de la pasión, uno de los amantes introduce algún gesto o palabra inocente, chirría y sorprende como una repentina vuelta atrás que nos expulsa de donde estábamos, o simplemente, nos traslada a un escenario distinto del que requiere la pasión misma. Y en El último tango€ la pasión es misterio, soledad, trascendencia y sacrificio, no uno de esos cuentos de hadas que triunfan desde hace años en pantalla. Por eso ella, cuando ambos deciden salir de la habitación-imán, huye sin querer ya saber nada. Por eso él, creyendo que puede salvarse de sí mismo, cae en su propia trampa para siempre.

Pero la condena de El último tango se redime y salva en Belleza robada, una película deliciosa, donde la belleza de la juventud -Liv Tyler- pasa precisamente entre los adultos como una forma de redención. El escritor enfermo de cáncer que encarna Jeremy Irons ha sustituido para siempre al Marlon Brando de ese tango sin más fin que la muerte. El personaje de Jeremy Irons ama sin exigir ni exigirse; a estas alturas de la vida, ama como una broma más del destino. Y ama enseñando, que es como debe hacerse. El personaje de Liv Tyler, al revés que el personaje de María Schneider, se deja amar sin tragedia alguna, observando, curiosa, la riqueza de la vida como un don: el don, en este caso, que un moribundo ilumina. El escenario dice el resto: la luz de La Toscana, tan distinta y opuesta a la luz polvorienta del apartamento parisino junto al puente de Bir-Hakeim y su final cobarde y mortuorio.

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