Vivir en aquella época me enseñó que, por mucho que todo el mundo espere que el futuro sea una versión ligeramente modificada del presente, en realidad suele ser muy distinto», afirma Ray Dalio en Principios, ese largo compendio de su vida cuya traducción al castellano acaba de publicar la editorial Deusto. La fuerza de la costumbre es tan grande como la servidumbre de las pasiones o el dictado pendular de los excesos. La experiencia acumulada a lo largo de la Historia se sintetiza en este axioma: ninguna sociedad moderna logra evitar los episodios revolucionarios, sean de alta o baja intensidad. El siglo XX conoció la caída de los imperios y el triunfo del nacionalismo; la crisis del parlamentarismo, el auge y la caída de los totalitarismos y la Shoah; el milagro de la posguerra, que se extendió durante cincuenta años; la descolonización de África y de Oriente; la liberación sexual, la píldora, el 68 y el Vaticano II; la súbita desaparición de la URSS, Tiananmen y el retorno de China como potencia mundial... La lista no es exhaustiva ni mucho menos, pero sirve para ilustrar las palabras de Dalio. ¿Cuántas cosas han sucedido que no se podían preveer en el corto plazo? ¿Cómo ligar el triunfo de la democracia liberal, preconizado por Fukuyama en la década de los noventa, con el actual resurgir del populismo autoritario? ¿Cómo explicar que a Barack Obama, el presidente más sofisticado de los Estados Unidos en años, le suceda un dirigente caprichoso y excéntrico como Donald Trump? El éxito indudable de modernización y europeísmo que supuso la Constitución de 1978, ¿cómo casa con su descrédito actual entre muchos españoles? ¿Y cómo pueden afirmar tantos y tantos políticos que la notable descentralización del Estado en nuestro país no ha sido tal, sino que lo que hemos vivido en estos últimos quince o veinte años ha sido una continua recentralización? Lo previsible se vuelve imprevisible, a pesar de las continuas lecciones que nos ofrece el pasado sobre la condición humana. El futuro resta siempre una incógnita.

Hace apenas siete años, en noviembre de 2011, el PP obtuvo una mayoría aplastante en las generales. España se asomaba al abismo de la quiebra, en pleno epicentro del tsunami provocado por la deuda soberana. El rescate bancario y la actuación decidida de Draghi lograron estabilizar una situación de máximo riesgo para la ciudadanía. Pero las consecuencias de la austeridad y del rigor presupuestario son patentes hoy en una sociedad educada en el narcisismo. Emergieron en toda Europa nuevos movimientos políticos que fragmentaban el voto y amenazaban la tradicional primacía de los partidos de centro. En esta, como en otras muchas ocasiones, Italia fue pionera de una tendencia más general y, en realidad, tanto la izquierda como la derecha en España y en Europa empiezan a mostrar inquietantes signos de descomposición. El PSOE, roto por Podemos, los partidos nacionalistas y los fragmentos de Cs; el PP, amenazado también por Ciudadanos y por el crecimiento -quién sabe si imparable- de Vox, al menos en algunas plazas: nada de esto era previsible hace una década, aunque hubiera podido serlo si examinamos el pasado. Como dice Ray Dalio, «el futuro no va a ser una versión ligeramente modificada del presente». De hecho, ya no lo es: ni el PSOE responde a la socialdemocracia clásica, ni Podemos equivale al partido comunista de la Transición, ni el PP va a reeditar sus amplias mayorías desde el centroderecha. La fragmentación parlamentaria es innegable. La crisis de la democracia representativa también. Muchos aplauden y jalean esta metástasis del sistema. Pero la realidad no perdona, sino que tiene consecuencias. Muchas veces dolorosas.