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Moverse rápido

La Unión Europea debe moverse rápido para hacer frente a la antipolítica que amenaza con socavar el marco de derechos y libertades que nos define

En una serie de movimientos rápidos, el largo divorcio entre la Unión Europea y Gran Bretaña parece llegar a su fin -o, al menos, a su cauce-, si el voto del Parlamento británico no desmiente a Theresa May. Se habla mucho de las consecuencias negativas de la desconexión para Londres, obviando que también nosotros necesitamos ir despejando algunas de las incógnitas que ralentizan el crecimiento europeo. Lógicamente, el brexit no era un asunto menor. Sus derivaciones dibujan los contornos del futuro, ante eventuales seísmos políticos: ¿abrirá la puerta el Reino Unido a una dispersión general? ¿Le seguirán Italia, Hungría, Polonia, Grecia€?

De hecho, la segunda incógnita se lee en clave romana, con la Lega y el Movimiento 5 Estrellas tensionando hasta el límite su desafío al poder comunitario. Les amparan la fuerza de los votos y la retórica antieuropea cada vez más encendida de los socios de la Unión. Les ampara el ejemplo inglés, el malestar social -Italia, no lo olvidemos, es un país en crisis desde hace veinte años- y, sobre todo, su fuerza demográfica e industrial. Con una deuda pública situada por encima del 130 % del PIB, unas instituciones poco funcionales y el abismo que separa el norte del sur, el clima italiano presagia los problemas del sur europeo, a cuyo prólogo asistimos hace unos años en Grecia: escasa competitividad, presión migratoria, rigideces estructurales, deterioro de la clase política, presupuestos sin domesticar, envejecimiento poblacional€ Mientras que el norte extiende su horizonte de oportunidades y logra modernizar -gracias a una coyuntura favorable- su estructura del bienestar, el sur enfrenta retos enormes, encorsetado por la disciplina del euro. La incógnita italiana prefigura la tormenta que acecha al continente si no se toma en serio el reto del populismo.

Las dos cabezas de la Unión -Angela Merkel y Emmanuel Macron- pretenden también acelerar los cambios, aunque sea por motivos distintos. La canciller alemana porque sabe que, en estos años -ha anunciado ya su marcha-, se juega su legado para la posteridad. Macron, porque la revolución liberal que preconiza en Francia requiere del apoyo europeo para conseguir domeñar las resistencias internas, de las que tuvimos un buen ejemplo el pasado fin de semana. Profundizar, por ejemplo, en la viabilidad de un ejército europeo, lo que implicaría la defensa efectiva de las fronteras y una industria capaz de hacer frente a las exigencias de la defensa común.

No es menor la urgencia de un programa efectivo sobre las corrientes migratorias que dé respuesta a los flujos incontrolados. Como tampoco es menor la necesidad de ahondar en las políticas económicas comunes -lo cual seguramente exigiría mayor generosidad por parte de Alemania y sus socios del norte-, a cambio de sanear las cuentas nacionales. Berlín y París saben que, sin un salto adelante, las corrientes antiliberales que afectan al momento actual corren el riesgo de extenderse como la pólvora. Y España no es una excepción, como hemos podido comprobar estos últimos años. Las elecciones andaluzas definirán cuál es el punto de partida ahora mismo.

Moverse rápido supone tener un plan inteligente, bien trazado y posible. ¿Cuentan con ello nuestras elites? Moverse rápido exige también contar con un discurso capaz de hacer frente al autoritarismo propio de los populistas. Moverse rápido, en definitiva, consiste en atender las consecuencias perversas de la fractura social antes de que se hagan insalvables. La supervivencia de Europa depende del horizonte de esperanzas que seamos capaces de crear. El hombre, las sociedades, no lo olvidemos, se alimentan de la esperanza, viven de ella.

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