En España ha habido solamente dos transiciones. La primera, tras la muerte de Franco, culmina en la Constitución de 1978 o, tal vez, como afirman algunos, en 1982, tras el intento de golpe de Tejero y con el triunfo electoral de Felipe González. La segunda, que comenzó en 1992 con el tratado de Maastricht, sigue su curso, un curso crítico, de pronóstico incierto.

Sobre la primera transición se habla y se reflexiona a mucho, sobre todo ahora, en vísperas del cuadragésimo aniversario de la Constitución. Aunque la Transición fue hecha desde España y por los españoles y resultó exitosa en el sentido de que puso fin a la dictadura y dio paso a una democracia pluralista, homologable a las democracias europeas del momento, no se suele subrayar la importancia que cabe adjudicar al entorno favorable que acompañó al proceso, en el que destacaron personajes como el presidente Jimmy Carter y el canciller alemán Helmut Schmidt, éste último mediante la aportación de inteligencia y recursos notables (que Helmut Kohl continuó implementando) al buen fin de la operación.

Hay que tener muy en cuenta el contexto exterior a la hora de valorar cualquier proceso político de cambio y, desde luego, un proceso tan complejo como fue aquél. Baste señalar que la flamante Constitución de 1978, que contenía y contiene una carga considerable de compromiso social, hoy en día reducida a letra muerta, tuvo que desenvolverse en medio de la revolución neoliberal que encabezaron Donald Reagan (1980) y Margaret Thatcher (1979), impulsores de la ola de desregulaciones, privatizaciones, recortes sociales, precarización del empleo, rebaja de impuestos, desarme sindical, etc., que dominó el mundo (lo que pone en valor, precisamente, los logros sociales de los gobiernos socialistas de aquél período, en materias como la sanidad universal, la educación, la seguridad social, etc.), ola a la que Aznar se sumó, en 1995, para llevar a cabo ciertas políticas que, en España, cebaron la espoleta de una crisis particularmente terrible diez años más tarde.

La segunda transición está teniendo lugar en el contexto de la globalización. Ningún país escapa a la revolución que la globalización implica y mucho menos a los efectos de las crisis cíclicas que le acompañan, que alteran derechos, doblega instituciones, cercena la soberanía de los Estados y cambia materialmente las constituciones. Para España, el punto de partida de esta nueva fase de transición puede datarse en 1992, con la firma del Tratado de Maastricht, tres años después de la caída del Muro de Berlín (1989) y uno de la implosión de la Unión Soviética (1991). Precisamente Maastricht supone la fundación de una Unión Europea como plataforma de respuesta a los retos de la globalización. Desde entonces, la suerte de España ha estado vinculada a los avatares de la UE, la cual ha transformado profundamente la realidad social, económica, jurídica e institucional de España (incluida Cataluña) y de su Constitución. Hoy, en el contexto de una crisis durísima, mal resuelta en perjuicio de los países del sur, con graves problemas de cohesión social y amenazas de disgregación del proyecto europeo, la Unión Europea y España se juegan su futuro: o una Europa más democrática, integrada política y socialmente, o la regresión a los intereses nacionales y a las soluciones autoritarias.

Entretanto la política española se desarrolla penosamente por cauces y por intermedio de instituciones que han quedado obsoletas o están afectadas de graves carencias, de problemas de legitimación. Si la primera transición culminó en la Constitución y en el despliegue de regulaciones e instituciones que han guiado la política durante lustros, la segunda transición no ha dejado huella en nuestra norma básica de convivencia, como si nada estuviera sucediendo.

So pena de convertir la entera Constitución (no sólo el pilar social) en letra muerta y en un problema que lastra el futuro, en lugar de construir una herramienta real para fortalecer la democracia y el Estado de Derecho, la cohesión social y territorial y los derechos de todos, con vistas a enfrentar los retos y las oportunidades de la globalización, hay que tomar conciencia, en este aniversario de la Constitución, de la imperiosa necesidad de su reforma.