El espectáculo de títeres y marionetas ofrecido por gentileza del PP y el PSOE con ocasión del acuerdo sobre la designación de los vocales del Consejo General del Poder Judicial, se ha visto interrumpido de forma abrupta por la renuncia del magistrado Manuel Marchena a presidir, si llegara el caso, el Tribunal Supremo. En un alarde de orgullo y honestidad, el actual presidente de la Sala de lo Penal del Alto Tribunal, ha recordado que la función jurisdiccional no es un instrumento al servicio de una u otra opción política para controlar el desenlace de un proceso penal, y que la independencia es el presupuesto de legitimidad de las decisiones judiciales. En definitiva, ha sido una lección que no olvidarán nuestros políticos, a quienes su señoría ha mandado a hacer puñetas, alejándose de gatuperios y enjuagues.

Ciertamente, la jactancia del mensaje telefónico remitido por el portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, sobre el control de los jueces fue bochornosa, pero dejaba al descubierto los hilos de las supuestas marionetas obligadas a mantener la obediencia debida al partido proponente. Así las cosas, una de las nefastas consecuencias de este disparate es la tacha de parcialidad que se cierne sobre Marchena para juzgar a los líderes secesionistas catalanes; los abogados de los encausados ya han anunciado un incidente de recusación contra el magistrado. Al final, los tribunales europeos tendrían la palabra, pero la cizaña está sembrada y el daño a la imagen de la judicatura española es irremediable.

En este tiempo de zozobra judicial inédita, un principio medieval «iura novit curia», «el tribunal conoce el derecho», implícito en el derecho procesal romano, recuerda que los jueces y magistrados son expertos en Derecho y asumen la función jurisdiccional con el compromiso de impartir justicia de manera independiente. Hubo un tiempo lejano, anterior a la profesionalización de la judicatura, en que el juez era un particular, «iudex privatus»; por ello, con la finalidad de suplir la carencia de conocimientos jurídicos, podía recurrir a los dictámenes de los juristas o a los rescriptos imperiales, según la época.

En la actualidad, el poder jurisdiccional, asume la grave responsabilidad de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado; tiene encomendado por mandato constitucional la administración de justicia, el dictado de resoluciones ajustadas a derecho, para lo que han de ser independientes, inamovibles, responsables y sometidos exclusivamente al imperio de la ley.

El poder judicial, uno de los pilares del Estado de Derecho, se ha visto debilitado recientemente por algunos errores clamorosos y por la crítica sobre su politización. La sacrosanta presunción de inocencia, no rige, al parecer, para la judicatura. Se diría que jueces y magistrados son culpables a priori de no actuar conforme a derecho, sino al dictado de los intereses de partido, una desmesurada e injusta presunción de prevaricación.

La Constitución establece la composición del Consejo General del Poder Judicial, atribuye a las Cortes Generales la competencia de la propuesta de sus vocales y dispone que los jueces no podrán desempeñar otros cargos públicos, ni pertenecer a partidos políticos o sindicatos. No obstante, se les otorga de facto el marchamo de una adscripción política que condicionará decisivamente su desempeño profesional. Es indiscutible que los jueces tienen ideas y opiniones propias, pero colegir de ello que dictarán sentencia de manera partidista como agradecimiento, parece excesivo.

En todo caso, en los países de nuestro entorno, es recurrente el debate sobre el sistema de elección de las supremas instancias judiciales; se trata de adoptar un sistema idóneo, donde se eliminen posibles injerencias y suspicacias, porque este prejuicio de supeditar el poder jurisdiccional al poder político por las competencias atribuidas en la designación de los jueces, lo instrumentaliza y devalúa, al tiempo que socava el estado de derecho que está basado, como es sabido, en un delicado equilibrio de poderes.

Al final, orgullo, prejuicio y perjuicio en medio de un revuelo de togas de mil puñetas.