Hay una opinión generalizada del importante papel desempeñado por las asociaciones de vecinos durante el final del franquismo y la Transición. Sin embargo, merece un mayor reconocimiento, si cabe, su valioso trabajo para la mejora de numerosos barrios en ciudades de toda España, el impulso que dieron para la creación de equipamientos y servicios básicos, en la erradicación del chabolismo y la infravivienda para construir un mejor parque de viviendas, e incluso en la lucha por las libertades políticas, por la constitución de ayuntamientos democráticos y la extensión de la cultura de la participación ciudadana.

Frente al elogio generalizado a la labor llevada a cabo por los partidos políticos para la llegada de la democracia a nuestro país, creo que falta por escribir la intrahistoria de la importantísima contribución que hicieron otras muchas entidades sociales, como las organizaciones vecinales, en la conquista de las libertades públicas y la consolidación de una convivencia democrática. La militancia política supo encontrar cauces en el trabajo de las asociaciones de vecinos que, junto a otras organizaciones como los grupos de cristianos de base y los sindicatos, trabajaron a pie de calle para mejorar la vida en las ciudades, muchas de ellas abandonadas a la especulación, el desarrollismo o la infravivienda. La democracia participativa, el carácter asambleario en su trabajo junto a agendas reivindicativas muy transversales en las que se aprendía y debatía de política convirtieron estos movimientos vecinales en un semillero de responsables políticos, muchos de los cuales nutrieron las filas de los partidos de izquierda que estaban comenzando a asumir responsabilidades novedosas en diferentes administraciones, especialmente en los ayuntamientos.

Pero el trasvase de responsables vecinales hacia la política, el intenso trabajo que desde numerosos ayuntamientos democráticos se hizo para mejorar la vida de los barrios, especialmente en los suburbios y grandes ciudades, así como la incorporación por los municipios de buena parte de la agenda reivindicativa que tenían las asociaciones vecinales llevó a muchas de ellas a una crisis existencial y a una pérdida de dirigentes e incluso de identidad, cambiando en profundidad el panorama del asociacionismo vecinal.

Nuevos desafíos han llegado a nuestros barrios en los años recientes ante los que las administraciones han demostrado su pasividad. La persistencia del desempleo especialmente entre los más jóvenes, el mantenimiento de amplias bolsas de pobreza y desigualdad, la llegada de inmigrantes y los procesos de multiculturalidad, el deterioro urbano y la pérdida del patrimonio histórico, las dinámicas de gentrificación, la falta de equipamientos esenciales, la turistificación descontrolada y la suciedad, son algunos de ellos, ante los que el endeble movimiento vecinal actual aparece desconcertado. Sumemos a ello el reducido número de socios reales con que cuentan estas organizaciones, la falta de relevo generacional en muchas de ellas, además de la ausencia de una agenda de trabajo precisa y clara que ayude a comprender buena parte de los problemas que afrontan las ciudades contemporáneas.

Por si todo ello fuera poco, algunas personas tratan de erigirse en representantes vecinales a través de asociaciones cuasifamiliares, defendiendo peticiones puramente personalistas y protagonizando, además, actuaciones y declaraciones manifiestamente insolidarias. Más que asociaciones de vecinos parecen dirigir comunidades de propietarios.

Recientemente, este periódico informaba de cómo una dirigente vecinal y su marido, también dirigente de la misma organización, habían pasado al Ayuntamiento para su cobro la factura de un hotel de cuatro estrellas en el municipio turístico de Mojácar, Almería, situado a cerca de 300 kilómetros, al que fueron voluntariamente durante las pasadas Hogueras, con la excusa de que el ruido no les dejaba dormir. Esta actuación se califica por sí misma, mereciendo pocos comentarios.

Pero lo que me llenó de indignación fue leer que la misma persona, en nombre de su supuesta asociación vecinal de la que su marido es secretario, pedía que se abrieran al tráfico las escasas calles peatonales del centro de la ciudad, afirmando que prefería los vehículos y su contaminación a las terrazas. Una afirmación de esta naturaleza es una auténtica barbaridad que daña el interés general, demostrando hasta qué punto hay personas que confunden sus caprichos personales con el trabajo a favor de un proyecto colectivo de ciudad. Me pregunto quiénes, además de ella y su marido en calidad de presidenta y secretario de la asociación a la que dicen representar, tomaron esa decisión en forma de reivindicación, en qué reunión de la asociación se debatió esa propuesta, cuántos vecinos la respaldan, o si han llevado a cabo los estudios necesarios para defender un disparate semejante. Incluso me pregunto cuántos socios reales tiene esa entidad vecinal, quiénes pagan sus cuotas, asisten a sus asambleas y participan en su trabajo diario, como exige la Ley de Asociaciones, y qué porcentaje representan del total de vecinos que tiene Alicante y el Centro tradicional.

Numerosas ciudades han puesto en marcha, desde sus ayuntamientos, «Escuelas de Participación Ciudadana» con la finalidad de formar, renovar, dar apoyo y contribuir a mejorar las destrezas del movimiento asociativo local, fortaleciendo la calidad del trabajo que llevan a cabo. No estaría mal que en esta ciudad se diseñara un plan de trabajo para apoyar y contribuir a la mejora y renovación de un movimiento vecinal tan valioso como necesario, pero necesitado de repensar su labor para una Alicante moderna y cosmopolita que lucha por situarse entre las ciudades globales.