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Opinión

En la mediana edad

Fue como un puñetazo de buena mañana. O como un estoconazo a traición. O como un balonazo a bocajarro. Porque las cosas que hieren de verdad te las dice siempre alguien a quien estimas y aprecias, a quien tienes en consideración. «Zutanito está ya en la mediana edad», oí decir a una compañera (lista, agraciada, asquerosamente joven con sus treintaitantos), como quien no quiere la cosa, como si fuera una frase inocente. Zutanito era yo, claro. De inmediato noté como un cuchillo imaginario me rasgaba los intestinos y me seccionaba de un tajo el omoplato, a la vez que se me instalaba en el cerebro. Estás ya en la mediana edad. Es una frase taxativa, imperativa, lapidaria. Algo así como si te dicen «tiene que abandonar la casa» o «estás fuera de la academia». A punto estuve de irme del trabajo y coger el coche para meterme en un atasco, coger un subfusil y emular a Michael Douglas en Un día de furia, y mandar todo al garete, a tomar por saco, a la mierda total. O buscar un amigo de mi misma edad y circunstancia, ponernos unas pelucas, alquilar un Chevrolet rojo y tirarnos por el barranco de las Ovejas, imitando a Thelma y Louise para decir hasta aquí hemos llegado. Machácate a flexiones, úntate de cremas exfoliantes, trata de innovar en el vestir, evita los chistecitos sobre las neuronas femeninas, recórtate semanalmente los pelillos de las cejas, para que una persona sin alma ni conciencia del mal (mujer tenía que ser, claro) te hunda cual galeón pirata con una frasecita de apenas seis palabras.

Un hombre de mediana edad es (como su propio nombre indica) una medianía de hombre, un ni fú ni fa, un ser gris que entra en una zona de sombra, un Jordi Hurtado perenne, un ni tinto ni blanco, ni churras ni merinas: a los «medianos» la juventud nos queda ya lejos, y aún nos falta un trecho para alcanzar la sabiduría y poso de los viejos saltamontes. A uno le pueden decir muchas cosas malas y todas merecidas, pero decirte que eres «de mediana edad» supera todo eso: es que te largan al limbo social, es asumir que ya hay cosas que por mucho que lo intentes no vas a entender, que ya tienes manías que por mucho que quieras no vas a poder cambiar. Es ser señalado como un diplodocus de otra era, que te den un empujón y que te manden al patio pequeño a jugar. Winter is coming, Jesús. Como única salida ya me veo acudiendo a First Dates y tomándome un gin tonic muy cargado con Carlos Sobera para que me busque una contable de Fuengirola decidida y atrevida a la que le guste bailar merengue, jugar al paddle y ver MasterChef en el sofá los domingos por la noche. Y a poder ser sin tatuajes, por dios.

Aunque bien visto, puede ser una liberación. Estar en la mitad de la tabla, en el ni frío ni calor puede ser la excusa perfecta para cambiar de rumbo y olvidar los sacrificios de tratar de seguir la corriente tirana e imperante que te lleva. Es la posibilidad de no agobiarte por no entender ni un tres por ciento de las funciones que tiene tu teléfono. O que te importe un bledo no saber qué significa blockchain. O dejar de oir a Izal y decir falsamente que suenan bien. Es poder declarar la guerra a los millenial, esos mimaditos hiperdigitales, y poner a parir sus modos, sus maneras, su jerga ininteligible y egoísta. Es asumir que la planta de caballeros no está tan mal, y que te atienden mucho mejor. O poder empezar a contar tus batallitas y enseñar tus cicatrices, que eso siempre impresiona mucho. O decir a voz en grito y con golpes en el pecho que si no te suenan Lou Grant ni Canción Triste de Hill Street, no eres quien para recomendar serie alguna. Y sí, tener el coraje y la valentía suficientes para organizar partidos de solteros contra casados. Así que sí, los que estamos en la mediana edad podemos levantamos en armas y guerrear como jabatos. Winter is coming, sí: pues se van a enterar, mecagoendiez...

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