Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Escuela y lectura

Hay mundos cerrados que desconectan de la realidad, a pesar de que se muevan continuamente en nombre de esa misma realidad a la que pretenden servir. El caso de la educación resulta paradigmático. Los conocimientos pierden valor en favor de una sucesión de tópicos sin fundamento aparente. Uno de ellos sostiene que hay que educar a los alumnos "para trabajos que todavía no han sido inventados". La propuesta tiene más de medio siglo y hoy, al igual que hace cincuenta años, siguen haciendo falta doctores, ingenieros, conductores, maestros, psicólogos, fontaneros, albañiles o electricistas. Otro tópico recurrente es que nuestro éxito en la vida depende de la inteligencia emocional, como si existiera algún tipo de contradicción entre el gusto por la lectura y el autocontrol. Las dudosas teorías de Howard Gardner sobre las "inteligencias múltiples" ya pueden haber sido puestas en duda por la neurociencia y, sin embargo, no pocos de los libros de texto que se venden en nuestro país se basan en esta incierta hipótesis igual que si fuera el último grito. Hemos abandonado la sobria quietud de la memoria -madre de todas las musas-, como un hijo pródigo que decidiese dilapidar la herencia paterna a cambio de una batería de eufemismos, cada uno más incomprensible que el anterior. ¿Se puede "aprender a aprender", por ejemplo, sin la adquisición de un importante fondo de conocimientos previos? Incluso la comprensión lectora, ¿no depende en gran medida de este caudal acumulado? Así como hay habilidades que se aprenden de una vez para siempre, hay muchas otras que sólo el trabajo continuo y constante permite solidificarlas. La lectura sería una de ellas: cuanto más se lee, mejor se comprende lo leído. En realidad, puestos a innovar, no debemos olvidar que el progreso se construye sobre el conocimiento, ladrillo a ladrillo, peldaño a peldaño.

La lectura y la educación comparten además un importante elemento adicional: ambas ensanchan el horizonte de nuestras posibilidades. En este sentido, son lo contrario a un mundo cerrado que sólo se identifica con sus propias limitaciones. La lectura -como la escuela- exige, por tanto, el grado suficiente de dificultad que nos descentre y nos confronte con un mundo mucho más amplio. Nos hallamos ante una paradoja que nos remite a la sociedad, pero que también nos protege de sus servidumbres. Lectura y escuela son -deberían ser- mundos mejores donde se nos mostrase la vastedad del potencial humano, en lugar de ceñirnos a una estrechez mediocre: lo elevado frente a lo bajo, el orden frente al desorden, la generosidad frente al egoísmo, el saber frente a la ignorancia, la inteligencia moral frente a las vagas respuestas emocionales que suscita el bombardeo de la propaganda. En una ocasión que le preguntaron a Robert Spaemann si, en su opinión, la escuela debería educar a favor o en contra de la época. El filósofo alemán respondió que siempre frente a ella, "pues el tiempo es tan poderoso que ya se cuida de que todos vayan en su dirección". De nuevo, la idea no es la cerrazón, sino precisamente la distancia ante los prejuicios, las modas y la inmediatez. Nada se consigue sin una lenta formación del gusto y sin la ejemplaridad de lo mejor. Dicho de otro modo: la excelencia forma, los conocimientos forman, la costumbre forma, la atención forma. Y pensar que existen atajos que acorten el camino es sencillamente un error.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats