Cuando viajamos por el mundo lo que suele sorprendernos más es todo aquello que resulta novedoso, diferente o distinto. Nos llaman poderosamente la atención los giros culturales, las costumbres que chocan con la propia o los matices que se escapan a nuestra realidad rutinaria. Una de las inercias más reconocidas en viajeros curiosos es visitar los mercados autóctonos del lugar, donde se puede respirar el ambiente de los que compran y venden sus productos, fuera de la comercialización industrial.

La tediosa globalización ha conseguido que la sorpresa se esfume. Al llegar a un lugar desconocido tropiezas con una infinidad de señales archiconocidas que producen un desencanto inmediato. Cadenas de comercios que aparecen de forma sistemática en los rincones más recónditos, con los artículos que puedes adquirir en la esquina de tu casa. Lo único valorable, si lo hay, es el tiempo que empleas en reconocer productos de consumo que en tu día a día pasan desapercibidos porque careces de él.

La anhelada diferenciación hay que buscarla saliendo de las rutas turísticas al uso o visitando países que están fuera del circuito globalizado, que aunque muy escasos, todavía los hay. El comercio tradicional está en constante decadencia y es un indicador de que todo lo globalizado ha adquirido mayor valor social. Las preferencias de las nuevas generaciones se encuadran en consumir una y otra vez los mismos productos industrializados que, aunque estén fabricados en China, los abalan las grandes marcas de renombre internacional.

El comercio electrónico es el siguiente paso para la erradicación final de los productos tradicionales. Para adquirir un artículo, por extraño que pueda ser este, no hay más que buscarlo por la red y, sin necesidad de desplazarte, recibirlo en tu casa al cabo de pocas horas o, como mucho, días. Esta nueva forma de globalización está acaparando, de una manera vertiginosa, las transacciones comerciales de todo el planeta.

Pero posiblemente el mayor problema de la globalización no se encuentra en los productos, bienes y servicios, que uniformemente se ponen a la venta en todo el mundo por igual, sino en el determinismo social. Se globaliza la cultura, las costumbres, las tradiciones y los pecados consiguiendo integrar en un solo tronco miles de años de vivencias diferenciadas. A la velocidad que se globaliza todo, en pocos años no distinguiremos unos lugares de otros, excepto por el paisaje. Un ejemplo singular, en España hemos pasado de «Todos los Santos» a «Halloween», de las rebajas al «Black Friday» y de los Reyes Magos a Santa Claus en un plis plas.