La gente que me conoce sabe que madrugo. Que madrugo y mucho. Y también sabe que no me gustan los lunes, como cantaba Bob Geldof, aunque solo sea por el postureo de Instagram para empezar la semana. Cada día veo las 05.45 en mi reloj cuando abro los ojos y a partir de ese momento empiezo mi actividad profesional hasta la tarde que regreso a casa. Si la cosa se ha dado bien y no hay complicaciones, lo más probable es que a las seis de la tarde ya pueda estar disfrutando de algo de tiempo libre hasta volver a meterme en la cama para el día siguiente. Para ello tengo la suerte de ser «jefa» y como tal haber implantado en nuestra organización un horario de oficina de los que denominan europeo, de ocho a cinco. Este horario permite concentrar todo el esfuerzo laboral en este periodo mucho más productivo y permitir a nuestros trabajadores una conciliación de vida familiar y de vida personal razonable para esta actividad. Y me consta que es una estrategia que funciona con mucho éxito en este sector de actividad como el turismo en el que estamos abiertos 24/7/365.

Hasta aquí todo en orden, pero lo peor viene ahora. Desde hace varios años asistimos a una incesante agenda de actos, eventos, premios, aniversarios, reuniones, focus group, presentaciones, charlas, encuentros, etcétera, que de forma habitual tienen lugar a partir de las siete de la tarde o incluso a las ocho. Y muchas de estas citas son de carácter laboral, por lo que vemos ampliada nuestra jornada de trabajo hasta bien entrada la noche. En cualquier país europeo se llevarían las manos a la cabeza? ¿salir a una reunión después de cenar? No estaría ni siquiera bien visto.

Soy consciente que hay actos que sólo se pueden y se deben organizar por la noche, pero eso debe ser la excepción y no la regla general. Por ello quiero hacer un llamamiento para parar esta vorágine (antes de empezar con la campaña electoral) y reflexionar seriamente: cuando alguno de los que me está leyendo programe un evento, la primera pregunta que debe hacerse es ¿es necesario hacerlo por la noche? Estoy segura de que en la mayor parte de los casos la respuesta es NO. El problema es que no estamos acostumbrados.

Y claro, si esto fuera una excepción no pasaría nada. Si sólo tuviera un compromiso profesional cada dos meses, sería hasta bienvenido. Pero la excepción se ha convertido en la regla general y todas las semanas tienen sus dos o tres saraos que se precien que extienden la jornada laboral hasta la hora de estar en la cama. ¿Dónde queda entonces el tiempo personal y familiar? No imagino nada más allá de esa costumbre por la que no se puedan organizar estos saraos a las nueve de la mañana, a la una del medio día o a las cinco de la tarde. Cualquiera de estos horarios es perfectamente compatible. Pero simplemente no estamos acostumbrados. O simplemente a nadie se le ha ocurrido.

Así que mi llamamiento a cualquiera que quiera leerme para empezar nosotros mismos por dar ejemplo y ser mucho más razonables. No tengo claro si se trata de una cuestión de género, aunque mucho me temo que así sea. Vamos a empezar a modernizarnos en esto, porque, aunque no lo creáis, también es una forma de techo de cristal. Y los políticos que se llenan la boca con la conciliación, la racionalización y la igualdad deberían ser los primeros en dar ejemplo.