Resulta muy difícil verse reflejado en ese modelo de provincia eternamente agraviada que predica a jornada completa el presidente de la Diputación de Alicante. Hay que tener mucha fe para creerse un discurso político de brocha gorda, que convierte a las tierras alicantinas en el último y heroico bastión para impedir la expansión del imperialismo pancatalanista al resto de España (se supone que detrás de nosotros irán Murcia y Almería). Se necesita un puntito de fantasía peliculera para asumir que Ximo Puig es una versión morellana de Donald Trump; un supervillano, que reúne cada mañana a los cerebros más privilegiados de su equipo para diseñar estrategias políticas que tienen como único objetivo hundir en la miseria a todos los habitantes de la Comunitat Valenciana que han tenido la desgracia de nacer o de vivir al sur del puerto de Albaida.

Ante planteamientos tan inverosímiles y tan pasados de rosca, sólo queda una explicación lógica: estamos ante una campaña de promoción estrictamente personal con la que César Sánchez intenta ganar puntos para una carrera política que está llamada para los más altos designios. Dicen los que de esto saben, que el presidente de la Diputación se postula como sucesor de Isabel Bonig en el caso más que probable (así lo apuntan todas las encuestas) de que la presidenta del PP se quede embarrancada como jefa de la oposición tras las próximas elecciones autonómicas. En historias como ésta, los intereses de alicantinos pintan más bien poco. Se trata básicamente de envolverse con la bandera de la provincia, de utilizar un lenguaje cargado de épica y de crear un enemigo exterior -el centralismo valenciano- para unir voluntades y para construirse un perfil político potente.

Un paseo por las hemerotecas de los últimos tres años deja bien clara la conversión de la Diputación de Alicante en un potentísimo dispositivo de propaganda política, que funciona las 24 horas del día al servicio exclusivo de su presidente. En las páginas de los periódicos apenas sí aparecen referencias a obras, a mejoras de carreteras, a subvenciones culturales o a reformas de infraestructuras en las áreas rurales, cuestiones que se supone son la razón de ser del ente provincial. Todo este material informativo ha sido sustituido por crónicas de alto voltaje político sobre los sucesivos recursos judiciales contra medidas del Consell, por declaraciones amenazantes contra el gobierno autonómico o por detallados análisis de los innumerables desencuentros entre dos administraciones, que al menos en teoría estaban llamadas a colaborar. Si la intención de los actuales responsables de la Diputación era convertirse en un poder paralelo, en una especie de contrapeso para el gobierno de izquierdas de la Generalitat, nadie puede negar que lo han hecho muy bien.

En unos tiempos normales, todos estos hechos definirían a César Sánchez como un político brillante, dotado de gran habilidad y con una notable capacidad para usar en provecho propio los resortes de una institución con un presupuesto millonario. Sin embargo, hay que llamar la atención sobre una circunstancia importante: las acciones antes descritas se producen en medio de un paisaje político en el que numerosos partidos (Compromís, Ciudadanos, Podemos y buena parte del PSPV) cuestionan la existencia de las diputaciones y plantean claramente su supresión o su vaciado de competencias. Estamos ante un ejemplo de libro del llamado efecto boomerang: la deriva de enfrentamiento permanente, impulsada por el presidente Sánchez, ha acabado por cargar de razones a aquellos que defienden la desaparición de los entes provinciales, al considerarlos gigantescas y carísimas maquinarias de clientelismo y poder al servicio del líder o del partido de turno. A lo largo de esta convulsa legislatura provincial, los temas de gestión han ido pasando a un discretísimo segundo plano y se han visto desplazados por la política pura y dura, generándose un escenario mediático que ha contribuido a difuminar el papel de la Diputación como una administración cercana y útil, destinada a cubrir las carencias a las que no llega la Generalitat.

Colocados ante esta insólita situación, se puede afirmar sin temor a caer en la exageración que con amigos como César Sánchez las diputaciones provinciales no necesitan enemigos.