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Lorena Gil López

A contracorriente

L. Gil López

La vida en un banco

Soy partidaria de no ir con paños calientes con mis hijos, de hablar, ser didáctica y todo eso que te dicen ahora los expertos

Íbamos por la calle cuando pasamos por delante de un edificio en construcción, en el que el esqueleto ya ha cogido forma. Preguntó entonces mi pitufa de 6 años: «¿Quién va a vivir ahí, mami?». Temblé ante la posibilidad de una nueva ronda de preguntas infantiles a las que me resulta difícil responder sin romper su ingenuidad.«No lo sé, gente que necesite una casa». «Ah, entonces ese señor que vimos el otro día en un banco durmiendo puede ir, ya tiene una». «Ojalá fuera todo tan fácil, pequeña, hay gente que no puede vivir donde quiere, no tiene dinero suficiente para pagar la casa, son muchas cosas». «¿Pero por qué no va a poder ir, si no tiene casa? Para dormir en el banco, que se vaya allí. Tú tienes dinero, dale un poquito, y vamos a comprar los "super zings"».

Soy partidaria de no ir con paños calientes con mis hijos, de hablar, ser didáctica y todo eso que te dicen ahora los expertos. Pero no pude menos que respirar al distraer mi hijo la atención de su hermana con una pregunta menos trascendental pero mucho más importante para él: «¿Vamos a comprar la cárcel de los "super zings" o dos sobres?».

Una vivienda, un hogar, un lugar lleno de recuerdos, de vida, de lágrimas, de risas, de alegría, pero en el que queremos seguir hasta el fin de nuestros días, como cuenta mi compañera Bea en la noticia que ilustra está página. Personas que están dispuestas a vender su vivienda a otras a cambio de seguir viviendo allí hasta su muerte. ¿Negocio? ¿Necesidad? ¿Pensiones bajas? Mientras, los obreros siguen levantado el edificio y el sin techo... en su banco.

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