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La andanada

Juegos del hombre y del toro

Entre la fuerza y la inteligencia. Entre el instinto natural y el raciocinio. Entre la vida y la muerte también, claro

En estos últimos años cuesta cada día más vivir con naturalidad la afición taurina. En una sociedad bombardeada por anuncios veganos, animalistas, en general light y sin compromiso alguno, reafirmarse en esta afición no deja de ser un acto de rebeldía contra las nuevas modas imperantes. Hemos pasado de clásicos y rancios a convertirnos en rebeldes sin causa, en estandartes de la reivindicación de la libertad de elegir. Como antaño pasaba con individuos de colectivos y gustos marginales, cuando algún conocido descubre nuestra afición, nos espeta aquello de: «¡Anda, qué sorpresa! ¡Pues no tienes la pinta!». Y entonces uno se pregunta qué pinta tendrá y por qué sorprenderá tanto a los demás.

Cansa tener que justificarse constantemente, no poder disfrutar del toreo como lo que es en el fondo: un juego. Entre la fuerza y la inteligencia. Entre el instinto natural y el raciocinio. Entre la vida y la muerte también, claro. Y por eso no deja de ser un gran atractivo para gentes de toda edad, género, nación, condición social, tribu urbana o cualquier otra variable. Todos los seres humanos sentimos la necesidad de jugar y ver jugar. Como en el toreo.

Durante estos últimos años, fíjense, se han puesto de moda los juegos de escape: unas cuantas personas quedan encerradas ( motu proprio y previo pago) en una habitación ambientada de acuerdo a una historia de la que se ofrece una introducción y cuyo final, sin duda, es poder salir en alrededor de una hora. El concepto no parece demasiado rompedor, pero está causando furor. Desde algunas aventuras pensadas para niños, hasta despedidas de soltero que prefieren el juego en grupo como magnífico modo de compartir una experiencia. Las claves: jugar en compañía. Se ríe, se piensa, se razona, hasta se sufre y, sobre todo, se quema adrenalina, se genera serotonina y dopamina... Todo un ejercicio de salud, sin duda.

También de un tiempo a esta parte, en el ámbito de la educación a todos los niveles, se viene hablando y trabajando en el concepto de «gamificación» como vía para asentar de una manera más consistente competencias y contenidos referentes a las materias en los alumnos. Aprender jugando. Hincar los codos sin más camino que un libro y muchas horas y sin más horizonte que un examen no parece ser lo más alentador para los educandos. Sin embargo, combinar la competitividad, tanto a nivel individual como grupal, y fomentar la colaboración como medio para adquirir algunas destreza y conocimientos nuevos que tengan como final (¡oh, sorpresa!) un apetitoso premio (el típico positivo, una chuche, o simplemente una foto con la «proeza» alcanzada) cambia radicalmente la visión que los jóvenes tienen de la enseñanza. La finalidad sigue siendo la misma: aprender. Lo que varía es el proceso, el camino: jugar. Y ver jugar. Se divierten tanto participando en una de esas partidas docentes como elaborando ellos mismos una para que se entretengan (y aprendan) sus compañeros. Desde luego no es una tarea fácil para los profesores, puesto que, como todo en la vida, también en la enseñanza deben caber la disciplina, el orden, la concentración, el conocimiento autodidacta, incluso la rutina y el aburrimiento. La vida es así, y la escuela debe preparar para todo. Ni jugando constantemente ni hincando los codos diez horas al día se consigue el objetivo. En el término medio, como casi siempre, está la clave. No es nada nuevo, que ya Horacio en el siglo I a. C. lo planteaba en su Ars poetica: «prodesse et delectare». Y más tarde Benjamin Franklin lo plasmó en su célebre frase: «Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo».

Y el toreo, en fin, no deja de aparecer en la cultura del ser humano sino como juego. Desde Creta o más allá hasta todo lo que conocemos hoy como juegos del toro. En la calle o en la plaza. Entre la vida y la muerte (que ya es casi religión). Sin más justificación, jugar por jugar, sin tener que disculparse ante nadie, por el simple hecho de intentar ser feliz, compartir ese sentimiento con nuestros semejantes y hacerlo con naturalidad. Jugando y viendo jugar. Teniendo la pinta (o no) de una persona normal.

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