Desde antiguo, la Universidad es considerada «alma mater» del estudio y el conocimiento seculares, hermosa metáfora con el significado de «madre nutricia» que adquiere pleno sentido al reconocer la misión de la academia como proveedora de alimento intelectual a las generaciones de estudiantes formadas en sus aulas. La Universidad, cuna del saber y del progreso científico, ha contribuido decisivamente al avance de las sociedades de todos los tiempos.

En la actualidad, asistimos a la crítica, a veces furibunda, tantas veces fundada, contra las universidades. Son muchas las voces que se lamentan de la profusión de centros de educación superior, de la devaluación de los títulos, de la deficiente formación de los egresados, abocados, quizá, al desempleo, o del mal posicionamiento en los «rankings» universitarios, por poner algunos ejemplos. La tan ansiada y manida excelencia académica parece inalcanzable.

No obstante, no parece justo señalar a la propia Universidad como responsable en exclusiva de tales vicios y carencias. Conviene no olvidar que la Universidad es el producto de la sociedad en la que se inserta, su mero reflejo, una abstracción dotada de las virtudes, pero aquejada de los mismos defectos que el cuerpo social al que pertenece, como el resto de las instituciones, como los propios individuos que la integran.

Del mismo modo, las universidades no surgen por generación espontánea, sino por decisión del poder político que determina su creación y establece, además, sus pautas de funcionamiento, su financiación, el sistema de acceso y de becas, o la selección del profesorado, entre otras cuestiones esenciales. Así, lamentable e inexorablemente, la Universidad se ve sometida a los vaivenes políticos, por mor de una sucesión incesante de cambios legislativos, que lejos de mejorar el funcionamiento del sistema universitario, eliminar la burocracia, flexibilizar y agilizar la gestión, favorecer la captación y retención del talento, dotarlo de recursos necesarios y hacerlo más competitivo, lo empeoran, depauperándolo y provocando ineficiencias, con el consiguiente menoscabo de su prestigio y el cuestionamiento continuado de su relevante misión.

Así las cosas, conviene destacar la acertada iniciativa de la Conferencia de Consejos Sociales de las Universidades Españolas reclamando que la Universidad sea una prioridad para los poderes públicos y se convierta en una de las principales preocupaciones sociales. Los Consejos Sociales, en tanto que representan la participación de la sociedad en la Universidad, son voces autorizadas para denunciar problemas y procurar soluciones.

Recientemente, la Conferencia ha emitido un texto con el evocador título de Manifiesto de Maspalomas, en alusión al lugar donde se gestó, que resume en siete puntos su preocupación por el futuro de la educación superior en nuestro país. Reconociendo el mérito de nuestras universidades como motor de desarrollo y progreso, se denuncia la obsolescencia de la actual regulación universitaria, que lastra su potencial e impide que se sitúen a la vanguardia en la docencia, la investigación y en la transmisión del conocimiento. Por tanto, se propugna una reforma estructural urgente del actual modelo de gestión y de gobierno de la Universidad pública, habida cuenta de la inadecuación del sistema vigente para acometer los retos de futuro. Al mismo tiempo, se reclama el imprescindible incremento de una financiación que se ha visto diezmada por la drástica reducción de los últimos años.

En definitiva, se insta a todas las fuerzas políticas a superar, aunque sea por una vez, la confrontación en aras del interés general para promover y aprobar de consuno una ley de universidades en la línea de los sistemas universitarios europeos más avanzados.

Ya Ortega y Gasset abogaba por «volver del revés la Universidad», reformarla radicalmente, siendo la raíz de la reforma universitaria acertar plenamente con su misión.

Deseamos para la Universidad la alegoría de Jano bifronte, con la mirada puesta en el futuro, sin perder de vista el pasado, para aunar respetuosamente tradición y vanguardia; una institución, en fin, que pueda hermanar raíces y alas. Como decía Juan Ramón Jiménez en su hermoso verso, «Raíces y alas. Pero que las alas arraiguen y las raíces vuelen». Una ardua pero improrrogable tarea, porque el futuro de la enseñanza universitaria está supeditado a las decisiones que se adopten en el presente. La sociedad ha de asumir este compromiso perentorio como legado a las generaciones venideras.