Las monjas clarisas hicieron voto de clausura para ingresar en la orden, una vida de internadas en el convento, desconectadas del mundo, sólo rezando y alguna actividad doméstica, y las más jóvenes cuidando a las mayores o enfermas. Un sacrificio humano en la tierra para el dios de los cielos.

Las monjitas de la Santa Faz sólo eran diez y una abadesa provisional, pues al fallecer la anterior no las eligieron ellas, sino que la nombró el obispo. Parece que ellas querían hacer una obra social en el convento para jóvenes de Alicante, y desligarse de la Federación de Murcia y tenían previsto que vinieran tres más de Hispanoamérica, ya que en España es difícil reclutarlas, pero parece que esa idea no gustó en el Obispado y menos al capellán, así que cuando ellas iban a elegir abadesa, conforme a sus reglas, el obispo y el capellán consiguieron nombrar la abadesa provisional y, al poco, dejar el convento solo con cuatro monjas. Recientemente ordenaron que se marcharan y cerraran el convento. El monasterio se había inscrito en el registro como propiedad del Obispado, cuando parece que es propiedad del Ayuntamiento, lo que da lugar a pensar que toda esa maniobra tiene por objeto dejar las manos libres para el Obispado y dar un destino distinto al monasterio.

Me cuentan que a la hermana que estaba visitando a su madre enferma en El Salvador, le dijeron cuando volvió a España que había desobedecido al no presentar ningún documento que probara la necesidad del viaje, dejándola tirada en la calle, hasta ser recogida por una familia de Alicante. Se imploró al Obispado, a la abadesa temporal y al delegado de vida consagrada y nadie tuvo piedad de esta mujer que no pudo ni recoger sus medicinas, hubo que comprarle ropa, atenderla medicamente. Actualmente, en contra de su voluntad, está en un convento en València después de 25 años entregando su vida en Alicante.

Hace años tomé declaración y juramento, para adquirir la nacionalidad española, a dos jóvenes monjitas hispanas enclaustradas en la Santa Faz. Les pregunté si conocían algo de Alicante, si habían estado en la playa, si habían conocido a jóvenes como ellas. A todo me contestaron que no, que estaban continuamente encerradas. Les dije que, si decidían abandonar el convento, si tenían algún ahorro, si estaban en la Seguridad Social o conocían a alguien fuera del convento. Nada de nada, me contestaron. Como dos pajaritos inocentes de su América pasando necesidades, volaron a una jaula de clausura total, en un lugar de España, cerca de Alicante, para poder comer y vestir y sobrevivir. Me dieron mucha pena. Al despedirnos, una de ellas, con femenina dulzura, me puso una medallita de la Santa Faz en mi toga.

Ahora, muchos años después les hacen abandonar su monasterio, sin ver la ciudad, el mar, la playa, sin conocer a nadie, y las sacan de noche a escondidas, llorosas, ellas no saben dónde las llevan, les parecerá todo una pesadilla que sufren estas inocentes personitas que no entienden lo que pasa. Yo no tengo ya la toga ni su medallita, ellas no tienen nada, de nada, sólo un dios que no les habla y lo buscan como último consuelo.