Corría la temporada 60-61, en la que un Hércules recién ascendido consiguió un meritorio tercer puesto en la clasificación final en Segunda División, cuando vi por vez primera al Castellón en La Viña. Ganaron los blanquiazules por un exiguo 2-1 con gol de Csóka, un húngaro que como tantos otros había huido de los tanques soviéticos para recalar en España, a los albinegros comandados por los hermanos Badenes.

Recuerdo el grito de guerra de los de La Plana, «pam, pam, orellut», que cantaban al tiempo que movían los hilos que hacían mover las grandes orejas de un muñeco de madera. Ahí quedó todo. Colorido y enfrentamiento deportivo, eran otros tiempos en los que la seguridad dominaba a las libertades.

En los campos de fútbol se ha visto de todo, y en los del Hércules también. Todavía se recuerda la salvaje locura de aquellos Ultrasur que en el fondo norte del Rico Pérez lanzaban contra todo el que se les encarara trozos de valla a modo de jabalinas. Poco a poco esta suerte de animales fueron expulsados de los estadios por los grandes clubes, y el ejemplo cundió en el resto de entidades. La tragedia de Heysel con decenas de muertos y las duras sanciones a los equipos ingleses por culpa de sus hooligans fueron decisivos a la hora de tomar contundentes medidas de seguridad en los campos de fútbol para evitar males mayores, como la de aquella maldita bengala que en Sarrià se llevó la vida de un niño de 13 años.

Hasta que han vuelto como esos violentos huracanes que destrozan todo lo que tocan a su paso. Los bestias vuelven a campar por los alrededores de los acontecimientos futbolísticos. No hace mucho, con ocasión de la Eurocopa 2016 en Francia, vimos atónitos la violencia extrema con la que se empleaban los hinchas rusos, junto a los ingleses, en las calles de las ciudades francesas. Hemos contemplado cómo los efectivos policiales no han podido evitar los destrozos y peleas multitudinarias de estos seguidores rusos en ciudades españolas como Bilbao, Madrid o Sevilla en los previos a los encuentros internacionales.

Los cafres abundan en todos los lugares, crecen por generación espontánea, la brutalidad es su banderín de enganche. A garrotazo limpio, recrean estos bestias contemporáneos el excelente cuadro «La Riña» de nuestro gran Goya, en el que dos antagonistas se aporrean hasta sangrar.

En los alrededores del hoy vacío Calderón murió a consecuencia de un navajazo Aitor Zabaleta, que fue apuñalado sin compasión por un bestia rapado que iba a la caza de los hinchas donostiarras. Era el año 1998. Siguen sin aprender la lección estos dementes trogloditas, hace tan solo cuatro años otro asesino le quitó la vida, en una refriega de radicales atléticos y del Deportivo de la Coruña, a un ultra gallego a orillas del Manzanares. Pandillas de descerebrados que se refugian en la violencia para ocultar sus tremendas taras sociales y su sed de sangre que sacian golpeando a otros con tal virulencia que la muerte les pisa los talones.

La refriega del domingo en Alicante, entre radicales herculanos y castellonenses, no es más que una muestra de este nivel de violencia que últimamente viene acompañando las previas de algunos partidos. Quedan en las redes sociales para arrearse, son así de gilipollas. No dan para más.

Con ellos no vale más que la expulsión perpetua de los campos de fútbol, además de las correspondientes sanciones por los delitos cometidos, pues ni son hinchas ni el fútbol les interesa, lo utilizan como excusa para dar rienda suelta al hombre primitivo que llevan dentro. Son escoria que hay que erradicar. Manos a la obra. Esta sociedad democrática no puede permitir que unos locos sedientos de riñas perviertan el equilibrio que debe imperar entre seguridad y libertad.