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Desde mi terraza

El reloj

En mis recuerdos infantiles está instalada la música que escuchaban mis padres; Antonio Machín, Imperio Argentina y Jorge Sepúlveda (además de la copla, claro), casi siempre contándonos sus penas, contrastaban con la alegría forzada, muy andaluza, de Luisa Linares y Los Galindos («Y yo del mismo Linares, de donde dice el refrán que tres cosas son dos pares»); pero ya en mi primera adolescencia y en aquel programa de la SER que dirigía el chileno Raúl Matas, Discomanía, una especie de Los 40 principales de unos años más tarde, escuché a un señor también chileno que cantaba aquello de «Reloj no marques las horas?porque mi vida se acaba». Su nombre, Lucho Gatica. Pues Lucho Gatica acaba de morir en México, con noventa años llenos de éxitos y nostalgias. Probablemente fue él, junto a Los Panchos, quien introdujo en España el bolero, con sus reminiscencias latinoamericanas, que enraizó en España de forma tan profunda que hoy mismo es raro el cantante hispano que no cuente en su discografía con algún «boleraso». Y aunque a mi primer guateque, pantalón blanco y polo rojo, lo marcó el Dúo Dinámico y Los cinco latinos, en mi subconsciente siempre quedaron grabadas las letras de aquel reloj y de aquello de «Hoy mi vida se llena de amargura porque mi barca tiene que partir». Y es que la música popular es lo que más nos sitúa en las diferentes etapas de nuestras vidas, en una especie de evocación de la magdalena de Proust; muchos de nosotros despertamos a la inquietud política cuando los cantautores, y muy especialmente La Nova Cançó», irrumpieron en nuestras vidas. Resulta paradójico que en pleno franquismo, primero con la irresponsabilidad quinceañera y luego en plena juventud, mis recuerdos no son hostiles, más bien al contrario se me aparecen llenos de entusiasmo y fuerza vital. Y con el inexorable movimiento de las agujas del reloj, estamos donde estamos y somos lo que somos en un mundo más crispado que nunca, pero también menos conformista. Jamás de los jamases el españolito medio estuvo más informado (y en muchos casos más preocupado) que en los tiempos actuales, tiempos que ciertamente no invitan a la tranquilidad porque lo que nos rodea y en lo que estamos inmersos es un volcán en ebullición. Y es tan grande y extenso el panorama de los problemas del mundo, que este pequeño rincón que viene en llamarse Comunidad Valenciana no escapa a la convulsión general, ni tampoco el rincón todavía más pequeño que se llama Alicante, donde la marcha de las monjas Clarisas del Monasterio de la Santa Faz y los avatares pre electorales del Partido Socialista alicantino son los dos focos de mayor atención y actualidad. Y en este último apartado hemos pasado de tener tres candidatos a la alcaldía a no tener ninguno porque la dirección regional del partido así lo ha decidido visto el guirigay y las descalificaciones de alguno de los aspirantes hacia algún rival; me pregunto si alguna vez llegará la serenidad (y la sensatez) a un PSPV que en otros tiempos gobernó la ciudad durante largos períodos, con resultados digamos que aceptables para el ciudadano. Todo ello forma parte de nuestros problemas locales, que más tarde o más pronto terminarán por clarificarse y puede que hasta resolverse. Pero confieso mi inquietud ante el momento ideológico por el que atraviesa España, con un renacimiento de la política de extremos y con un peligroso acercamiento al pensamiento xenófobo y racista; a la insolidaridad y rechazo del inmigrante se une el temor a la llamada «musulmanización» de Europa, sentimiento éste que se intenta propagar y magnificar a través de las redes sociales, tomando como ejemplo a seguir las decisiones del gobierno de Holanda encaminadas a atajar la implantación, por lo visto cada vez mayor, del islamismo en ese pequeño país. Los mensajes de whatsapp invitando a la divulgación de ese sentimiento no hace sino echar más leña al fuego, y desde mi punto de vista no deberíamos colaborar a que el temor se instalara en la sociedad española, ya suficientemente vacunada por el horror producido por el fanatismo islámico. Darle cuerda a los relojes era obligatorio en nuestros mayores; hoy es obligatorio cambiar las pilas de los nuestros porque es imprescindible que las agujas sigan moviéndose y avanzando para que el reloj no se pare. Con perdón de nuestro Miguel Hernández, hoy no quiero para mí su lamento de «!Cuánto penar, para morirse uno!».

La Perla. «Cuando de verdad le importas a alguien, se nota; cuando no... se nota mucho más» (Woody Allen).

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