Vivimos en un tiempo de paradojas. Nunca se había hablado tanto en España sobre la libertad de expresión y por extraño que parezca, nunca se había atacado con tanta saña a las empresas y a los profesionales del periodismo. Mientras se producen virulentos debates sobre si un cómico tiene derecho a sonarse los mocos con la bandera nacional, se impulsa desde determinados sectores de las derechas y de las izquierdas una continuada y potente campaña de desprestigio hacia la labor de los periódicos tradicionales, cuestionando abiertamente su independencia y en algunas ocasiones hasta su mismísima existencia.

Además de enfrentarse al drama de la crisis por la competencia de internet, los periodistas y las firmas editoras han de luchar ahora con un enemigo inesperado: la aparición de una nueva generación de líderes políticos y de generadores de opinión (de todos los colores del arco parlamentario) que se ha empeñado en destruir la imagen del sector y en devaluar su credibilidad ante la opinión pública. Es una gota malaya insistente, que empieza a lograr algunos de sus objetivos: la prensa española ha perdido buena parte del lustre ético del que gozó en la etapa de la Transición y empieza a contemplarse en algunos ambientes como un interlocutor sospechoso del que se debe desconfiar por sistema.

Se suceden las descalificaciones, hechas desde el más absoluto de los desprecios hacia las empresas y hacia el trabajo de sus empleados. Hemos visto de todo: hooligans de la izquierda radical que incluyen a todas las grandes cabeceras en la lista negra de los esbirros del capitalismo opresor, descerebrados que plantean medidas de control sobre los contenidos periodísticos, lumbreras que ponen en solfa el derecho de una empresa privada a tener una determinada línea editorial, acosos institucionales a las publicaciones más críticas vía recortes de la publicidad oficial, presidentes que dan chulescas ruedas de prensa sin preguntas y hasta formaciones presuntamente progresistas, como Podemos, lanzando su propio periódico y anunciando con solemnidad que es el único que «no huele a caca», afirmación de la que cabe inferir que el resto de medios son una mierda. El ejemplo de Donald Trump, ganando unas elecciones a pesar de estar enfrentado con los grandes periódicos americanos, ha abierto la espita y se ha iniciado un ajuste cuentas implacable en el que cualquier indocumentado se cree con autoridad para descalificar la trayectoria de históricas instituciones informativas, que llevan décadas batiéndose el cobre en un territorio muy complicado e intentando contar cada día su versión de la realidad de un país.

Esta insólita cruzada basa buena parte de su efectividad en la desmemoria y en la deformación de los hechos. Los impulsores de esta operación se olvidan de que la práctica totalidad de los casos de corrupción política de este país han sido denunciados desde esos mismos medios que ahora descalifican. Empresas y profesionales han asumido importantes riesgos (personales y económicos) para investigar y sacar a la luz pública una lista interminable de grandes escándalos políticos, que han salpicado a todos los partidos sin distinción de colores y que han marcado la agenda política de los últimos años. Ante evidencias tan irrefutables como éstas, resulta injusto y sospechoso el éxito de esas consignas en las que se señala que todos los medios convencionales son cómplices del poder.

El Washington Post, uno de los buques insignia del periodismo mundial, ha colocado debajo de su cabecera el eslogan «La democracia muere en la oscuridad». El periódico que hizo dimitir a un presidente de los Estados Unidos nos advierte de estos tiempos nuevos y peligrosos; nos señala que detrás de estos ataques sistemáticos contra el periodismo hay gente que quiere cargarse conceptos democráticos tan básicos como la libertad de pensamiento y el derecho a discrepancia. Con todas sus limitaciones y con todos sus errores, la existencia de una prensa libre y solvente sigue siendo la única garantía de que en este mundo acosado por todo tipo de ansias totalitarias exista el brillo de una pequeña luz de libertad. Por mucho que le pese a esa tropa de salvapatrias empeñados en controlar nuestras opiniones y nuestras vidas, hasta el momento no se ha inventado nada mejor.