Europa era para Larbaud en su "Barnabooth" el lugar donde viven las bibliotecas entre la niebla. Valery Larbaud fue un hombre móvil que pasó los veinte últimos años de su vida paralizado en una silla. Cosmopolita, profundo conocedor de otros idiomas, inglés, español, italiano, latín y griego, en sus diarios y poemas se encuentra la palpitación suficiente para despertar una Francia que dormía en sus laureles. Son las primeras décadas del siglo pasado, la Gran Guerra y el pacifismo que se rebela contra el nacionalismo. Por un lado los escritores de izquierda, los conformistas definidos por Celine como la subespecie Zola; por otro, los seguidores de Maurras y el fuerte sentimiento de decadencia. El paisaje es siniestro. El siglo parece decantarse por una tendencia que volverá a reproducir años después el mismo e infeliz escenario bélico. Europa también era para Barnabooth, el más lúcido de sus turistas, el equivalente a una sola ciudad inmensa frente al resto del mundo que describía como un campo abierto por el que correr sin sombrero, contra el aire, lanzando gritos salvajes.
Justo cuando se cumplen cien años del fin de la Primera Guerra Mundial, Macron y Merkel han firmado la última página de la reconciliación. El nuevo armisticio viene a recordarnos que de la paz franco alemana surgió la piedra angular sobre la que se levantó la Unión Europea. Las páginas recientes más negras de la historia del continente se habían cobrado antes millones de víctimas. Por ello conviene también recordar que los enemigos de Europa vuelven a ser los enemigos de la democracia y de la tolerancia. No hace falta rascar mucho en sus apariencias populistas para comprobar la amenaza totalitaria. Un acuerdo multilateral sólido para combatirlos como es debido sería mucho más necesario que la figuración de la efeméride. Eso o dedicarse a releer el Barnabooth como si fueran los restos de una civilización perdida que no hemos sabido conservar.
