Esperpento, sainete, despropósito, aberración... Los calificativos oídos o leídos sobre el espectáculo protagonizado por el Supremo con el impuesto de actos jurídicos documentados son de lo más variados. Sin embargo, más allá del epíteto que cada cual elija, la secuencia vivida en las últimas semanas ha dejado muy pocos vencedores y muchos vencidos, por más que haya podido haber un acuerdo a tres bandas. El Alto Tribunal no sólo ha puesto en evidencia su fractura interna, sino que su posición, muy debilitada de por sí por su excesiva politización, ha quedado más tocada si cabe por la improvisación y el erratismo que han marcado su actuación. Queda en tela de juicio, pues, el que quizás es el principio más sagrado de todo tribunal, el de la independencia, justo cuando se enfrenta a un marrón del calibre del «procés». Tampoco los bancos han salido bien parados, por más que su peor temor, el de tener que devolver el tributo con carácter retroactivo, se haya alejado, y por más que haya rebotado la Bolsa. Al descrédito que arrastran desde la crisis, se suma ahora el desprestigio por ser considerados los instigadores del cambio de rumbo del Supremo por la presión ejercida. En cuanto a la ciudadanía, todo igual: de derecho no desembolsarán el impuesto a partir de ahora, pero probablemente de hecho lo acaben pagando por otro lado. Y todo después de décadas de soportar un tributo avalado por una ley que ahora resulta que legisladores y jueces dicen que era confusa, y sin que nadie les devuelva lo ya pagado. ¿Gana alguien? Por supuesto. De un lado, las autonomías ya pueden respirar tranquilas. Con la retroactividad, nadie les garantizaba que la banca acabara ingresando lo reintegrado a los hipotecados. De otro, Pedro Sánchez aprueba una reforma con la que trata de hacernos ver que este Gobierno sí antepone las personas a los bancos, y, de paso, logra humillar al Supremo y ver si toma ventaja de cara a la inminente renovación del Poder Judicial. Vamos, la jugada parece redonda... Al menos de momento.
