La decisión de los magistrados del Tribunal Supremo de que sean los particulares y no los bancos quienes paguen el impuesto de actos jurídicos documentados de las hipotecas trae a la actualidad la reflexión que el padre del esperpento, Valle-Inclán, nos regaló para la posteridad a finales del siglo XIX: «En España, el trabajo y la inteligencia siempre se han visto menospreciados. Aquí todo lo manda el dinero». Quién manda aquí se demostró cuando el Gobierno rescató a los bancos con dinero público poniendo al país al borde de la quiebra y situándonos en una crisis de la que no sabemos ni cuándo nos recuperaremos ni en qué estado. Diez años después, quién manda aquí lo certifica el Tribunal Supremo, que ha preferido hacerse el harakiri jurídico y ser el hazmerreír internacional asumiendo el precio de cambiar de criterio y anular la jurisprudencia que quince días atrás dictaminó que el impuesto lo tenía que pagar la Banca y no el hipotecado. Semejante autodesprestigio ha sido una sorpresa. Mientras los de a pie y los expertos pensaban y expresaban que lo único que estaba en juego era la retroactividad de la medida, los magistrados, durante dos días y de manera ajustada (15 a 13), quizá para hacernos creer que no estaba todo atado y bien atado, optan por la decisión más radical, la del orden establecido, que todo siga igual y que paguen los que siempre pagan en este país. Total, las críticas, los miembros del Tribunal Supremo ya las tenían descontadas de los últimos días. Y, ahora, a esperar un día de oro en el parqué de la Bolsa para las entidades financieras y sus accionistas. La esperpéntica decisión del presidente del alto tribunal de poner en cuarentena la jurisprudencia durante quince días provocó el desplome de la Bolsa y ha favorecido a los especuladores que compraron a precio de saldo acciones de los bancos, que a partir de hoy se revalorizarán haciéndoles un poco más ricos. Un gran negocio.
