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Su Majestad el bohemio

A propósito de la representación en Madrid de "Luces de Bohemia"

Estos días anda representándose por Madrid la creación valleinclanesca "Luces de Bohemia", a mi entender la obra más lograda del teatro anterior a la guerra civil. En ella está todo lo que define el más negro ser de España, su circunstancia aciaga, los vicios groseros de sus habitantes, las cenizas de sus glorias, la pesada digestión de sus bravuconadas, el olvido de sus grandes y el desprecio de sus creadores, la adulación al pedante que pasea su esplendor fugaz por un cargo superfluo... ¡Ah, la escena de la conversación entre Max Estrella, el poeta arrinconado, y el ministro de la Gobernación, ese personaje cuya casaca oficial está bordada con los versos que no llegó a escribir ...!

Y lo mismo el final tenebroso en el cementerio con Rubén Darío, revestido de su dignidad de catedral literaria, conquistador de mujeres, pintor de cisnes, amigo de muertos ... Max Estrella es, según se ha contado muchas veces, un trasunto literario de Alejandro Sawa, poeta maldito de carne y hueso (más huesos que carne por el hambre que pasó) que dejó una obra temblequeante de imágenes atroces, pintor de una España magullada, agujereada, una España de mirada fiera y de puñales de plata falsificada.

De él, de Sawa, encontré hace poco en un tenderete del Fontán de Oviedo una colección de sus artículos periodísticos titulado "crónicas de la bohemia". En ellos se relata que alguien le pide su autobiografía y entonces se encuentra con la dificultad de no reconocerse porque no es capaz de trazar unos rasgos generales de su vida y de su carácter. Dándole vueltas a la cabeza se da cuenta de que "yo soy el otro, quiero decir, alguien que no soy yo mismo. ¿Que esto es un galimatías? Me explicaré. Yo soy por dentro un hombre radicalmente distinto a como quisiera ser, y por fuera, en mi vida de relación, en mis manifestaciones externas, la caricatura, no siempre gallarda, de mí mismo". Por eso de él escribió Manuel Machado que "jamás hombre más nacido para el placer, fue al dolor más derecho" y en efecto confiesa Sawa que "soy un hombre enamorado del vivir y que ordinariamente está triste. Suenan campanas en mi interior llamando a la práctica de todos los cultos y me muestro generalmente escéptico". En definitiva: "soy el otro". Un otro que desconoce el origen de sus ideas, que se hace un lío cuando trata de ordenarlas y sobre todo de identificar su partida de nacimiento, de nombrar a la mente lejana o cercana que las concibió, el momento en que él -Sawa- las adoptó como propias y el momento, ay, en que las repudió como ajenas.

"Quiero al pueblo y odio la democracia. ¿Habrá también galimatías en esto? He querido decir que no concibo en política sistema de gobierno tan absurdo como aquel que reposa sobre la mayoría, hecha bloque, de las ignorancias". Y, sin embargo ... ¿No tenemos todos mucho de Alejandro Sawa?, ¿no padecemos sus mismas tribulaciones?, ¿no cabalgamos el rocín de sus mismas contradicciones? Y es que para quien se busca a sí mismo no se ha inventado peor castigo que el de encontrarse. Y descubrir encima -suprema tortura- la trampa del plagio.

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