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Óscar R. Buznego

El desconcierto

Entre informes, filtraciones y chantajes, una retórica incendiaria, el cinismo de la clase política, su falta de respeto a los ciudadanos y su desdén hacia las normas y los valores democráticos, sometido todo a los objetivos de un partidismo excluyente, ¿en qué se está convirtiendo la política española? Cuando la composición del parlamento adquirió un tono multicolor tras las elecciones de 2015, los partidos viejos y nuevos aparentaron que habían comprendido la necesidad de diálogo y mostraron su plena disponibilidad para el acuerdo. Pero la realidad los ha desmentido. Desde entonces han sido incapaces de dar continuidad a un gobierno estable y su comportamiento no hace más que alejarse de aquella promesa. En las últimas semanas, en el Congreso se han escuchado acusaciones de "golpista", "político sin escrúpulos" y otras parecidas entre los líderes de los principales partidos, y, yendo a más, el jefe del Ejecutivo ha roto relaciones con el presidente del PP, primer dirigente de la oposición, que a su vez ataca al líder de Ciudadanos por no seguir al pie de la letra su línea política, mientras el presidente de la Generalitat, acto seguido de conocer las acusaciones de la Fiscalía General y de la Abogacía del Estado contra los dirigentes independentistas, ha anunciado que retira su apoyo a Pedro Sánchez y que los diputados nacionalistas no votarán los Presupuestos.

La cuerda de la política española se tensa cada vez más en torno a la cuestión catalana. De ella tiran el PP y los independentistas, ambos con toda su fuerza, que es mucha, desde los extremos opuestos. Lo peor que puede ocurrir es que el Gobierno, sustentado por una exigua minoría parlamentaria, se vea superado por los acontecimientos. Y esta empieza a ser la situación. El Gobierno, débil, se está quedando solo en un ambiente de máxima polarización, en el que ninguna de las fuerzas políticas que participan en la disputa ofrece señales de estar dispuesta a ceder. En medio de dimes y diretes, amagos y amenazas, que están provocando una enorme confusión y perplejidad en la opinión pública, el Gobierno no consigue hilvanar un discurso coherente y audible. Su actitud es percibida como maleable y oportunista. La respuesta de la vicepresidenta en la sala de prensa de Moncloa a la pregunta sobre el cambio de opinión de Pedro Sánchez respecto al delito de rebelión rozó lo surrealista, despertó risas y es todo un síntoma. Aún no ha cumplido el medio año y ya está exhausto, con escasa energía para resistir las demandas y los empujones de unos y otros.

En la política española actual todo es posible. No se puede descartar nada. Ni en el juicio a los independentistas, ni en el proceso político catalán. Para no oscurecer aún más el futuro, el Gobierno tendría que clarificar en qué consiste y a dónde conduce la vía de diálogo abierta con el gobierno de Torra, y tener muy en cuenta que el resto de españoles lo están observando. A pesar de la conclusión a la que llega Lola García, directora adjunta de "La Vanguardia", en "El Naufragio", un relato desnudo de los hechos del proceso catalán, que deja patente la conversión un tanto azarosa del nacionalismo convergente en independentismo, la rivalidad interna con los republicanos de Junqueras y el fracaso final, lo cierto es que los secesionistas no han desistido de su objetivo y siguen empeñados en que sea reconocido su derecho a la autodeterminación y en dar pasos fuera de la legalidad española. Las aspiraciones de todos los catalanes son respetables, pero el Gobierno haría bien en evitar cualquier concesión que pudiera alentar la causa de la independencia porque no es la suya, ni la de la mayoría de los catalanes y los españoles. Sin embargo, cabe preguntarse por qué el gobierno español no exige con firmeza reciprocidad al gobierno catalán, la misma actitud receptiva y conciliadora, respetuosa con las instituciones, que él quiere mostrar en el diálogo abierto, que por lo demás está resultando muy accidentado.

El movimiento independentista catalán causó una profunda división en la sociedad catalana y está logrando que la cohesión política de la sociedad española se resienta. Los partidos han contribuido a hacer la grieta más visible. De ellos, y en primer lugar del Gobierno, depende que la fisura no crezca. Pedro Sánchez justificó la moción de censura con la necesidad de regenerar la democracia española. Pero no es ese el camino que estamos siguiendo, sino el contrario. El Gobierno antepone su continuidad a su compromiso inicial y ha caído en una dependencia anómala de los partidos que votaron la moción con el fin de expulsar a Rajoy del poder y la expectativa de tratar con un Gobierno más manejable. Esto es lo que sostiene hoy al gabinete de Sánchez, y la imposibilidad de hecho de su sustitución. El acceso del líder socialista a la jefatura del Gobierno se hizo por la vía constitucional y tiene todas las bendiciones legales, por supuesto, pero no fue una operación política limpia. Lo que hace falta es un Gobierno autorizado por el voto de los ciudadanos, respaldado por una mayoría parlamentaria estable, que desarrolle un programa de políticas públicas y que se someta al control de la oposición y al escrutinio de la opinión pública de forma transparente. Eso sería tanto como recuperar el funcionamiento normal de un régimen parlamentario y que la democracia funcione otra vez.

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