La Constitución española y la Princesa de Asturias nacieron un 31 de octubre. Una curiosa casualidad. La conmemoración del cuadragésimo aniversario de la aprobación de nuestra ley fundamental por las Cortes Generales en 1978 ha permitido que la Princesa protagonizara el acto público de la lectura de la Carta Magna, respaldada por la más alta representación institucional y arropada por los tres poderes del Estado. Según la opinión mayoritaria, ha sido un acierto político y mediático que cobra especial significación en este tiempo de cuestionamiento del modelo de Estado y de crítica y reprobación del Rey en algunas instituciones públicas. La intervención de la Princesa el día de su decimotercer cumpleaños pretendía ratificar el orden constitucional, recientemente en entredicho, al tiempo que simbolizaba la continuidad de la monarquía encarnada por ella como heredera de la Corona. Por primera vez, en un espléndido ejercicio de autolegitimación, hemos escuchado su voz, todavía infantil, pero serena y resuelta, dirigiéndose al auditorio, leyendo el artículo primero de la Constitución que establece la monarquía parlamentaria como forma política del Estado.Para la mayoría, la presencia de la heredera en la sede del Instituto Cervantes ha sido a todas luces conveniente, ya que hasta la fecha se había prodigado escasamente en público, algo incomprensible tratándose de una institución ?la monarquía- que se sustenta en el favor y el fervor popular. Al parecer, se empieza a asumir que la Princesa Leonor, con ese hermoso nombre de tradición regia, que comparte, por cierto, con Leonor de Cortinas, la madre del Manco de Lepanto, será la futura Reina de España. Tal vez, hayamos olvidado demasiado pronto que nació infanta y ha devenido princesa, no como heredera de pleno derecho por primogenitura, sino ante la inexistencia de un heredero varón, cuyo nacimiento habría frustrado sus expectativas sucesorias a la Corona de España, tal como ha venido ocurriendo en el pasado. La designación de Leonor como heredera se fundamenta de manera anacrónica en la ausencia de un varón, ya que la Constitución no se refiere en ningún caso a la reina de España, sino únicamente a la reina consorte, poniendo en evidencia el obsoleto y exiguo Título II de la Carta Magna referido a la Corona, que ningún gobierno se ha atrevido a modificar ni a desarrollar. A estas alturas, mantener la discriminación por razón de sexo, expresando la preferencia del varón sobre la mujer en orden a la sucesión al trono, es un anacronismo que choca frontalmente con la igualdad preconizada por la Carta Magna como principio fundamental, además de una lamentable excepción con relación al resto de las monarquías europeas. Las constituciones pueden y deben ser modificadas para acompasarlas a las circunstancias del momento, pero ha de hacerse consensuadamente, con respaldo parlamentario y ciudadano. El 6 de diciembre de 1978, el pueblo español refrendó mayoritariamente la Carta Magna y durante estos años España se ha transformado extraordinariamente, se ha afianzado como Estado de Derecho sometido al imperio de la ley, según establecía el Preámbulo del propio texto constitucional, y se ha consolidado como una democracia moderna plenamente asentada en Europa. Así, aunque monarquía y modernidad supongan una «contradictio in terminis», el refrendo entusiasta de la Carta Magna y con ella de la monarquía parlamentaria como forma de gobierno, debería haber servido para acometer sin complejos una reforma constitucional que la adaptara a los nuevos tiempos. Pero se dejó pasar la oportunidad, tal vez por la complejidad de la tramitación o, simplemente, por no considerarlo urgente, a pesar de que la propuesta de reforma estaba prácticamente ultimada, incluyendo, al parecer, la denominación de las Comunidades Autónomas, la referencia a la Constitución europea y la eliminación de la preeminencia masculina en la sucesión a la Corona. Pasada la oportunidad de aquella reforma, en la actualidad, se duda mayoritariamente de la conveniencia de abordar una modificación constitucional de gran calado, máxime si se tiene en cuenta la ausencia de consenso en temas clave, la tensión territorial y el deterioro institucional generalizado. En esta tesitura, tales obstáculos parecen insalvables.La Constitución ya tuvo su edición príncipe y ahora, al celebrar su cuadragésimo aniversario, se ha hecho pública una «edición princesa», en un intento de acomodo práctico a los nuevos tiempos, mutatis mutandis.