Si en algo nos hemos especializado en este país es en aparcar la resolución de muchos de los grandes desafíos que tenemos entre manos, transitando por el presente sin querer mirar de cara a un futuro que nos plantea demasiados interrogantes en muchos campos. Y uno de ellos es la crisis demográfica que España está atravesando, arrojando un buen número de retos sobre un presente incierto, pero proyectando problemas de un enorme calado sobre nuestro futuro.

La renovación demográfica de un país es un elemento esencial para rejuvenecer la población y su mercado de trabajo, al tiempo que impulsa una sociedad dinámica y activa que se moderniza generacionalmente. Con ello, se mantiene también la actividad económica y el dinamismo social, impulsándose la creatividad, al tiempo que se dispone de los trabajadores que la economía necesita, quienes aportarán ingresos al Estado y con sus cotizaciones, harán frente a las pensiones y gastos de las personas más envejecidas. Cuando todo ello se rompe, surgen desequilibrios en múltiples dimensiones, ya que la demografía funciona como un sistema de vasos comunicantes que se conecta con otras dimensiones vitales para la sociedad, justamente lo que está ocurriendo en España.

Los datos que el INE viene ofreciendo sobre la evolución de la población en nuestro país no pueden ser más sombríos, hasta el punto que muchos especialistas hablan ya de una crisis demográfica de un enorme calado. La disminución de la natalidad, el aumento en la esperanza de vida, los cambios en las tasas entre población dependiente y activa, junto a la ralentización en los movimientos migratorios y el progresivo envejecimiento de nuestra población son algunos de los ingredientes de este escenario que no hace sino aumentar algunos de los graves problemas que ya tenemos entre manos.

De hecho, con los últimos datos sobre Movimiento Natural de Población del INE referidos al año 2017, en España fallecen más personas de las que nacen, lo que se traduce en un saldo vegetativo negativo de 31.245 personas, a lo que se añade el hecho de que en estos momentos tengamos la tercera tasa de natalidad más baja de toda Europa, con 8,4 nacimientos por cada 1.000 habitantes, siendo la más reducida de España en cuarenta años. A ello, sumen también el descenso en el número de hijos por mujer, que se sitúa en 1,31, así como el aumento en la edad media a la que estas mujeres tienen su primer hijo, que se sitúa en los 32,1 años, la más alta en toda la serie histórica registrada.

Todos estos datos hablan por sí solos, aunque tendríamos que añadir otros muchos para darnos cuenta de la gravedad de la situación. Por ejemplo, el importante número de jóvenes que durante los años de la crisis abandonaron España para buscar empleo en otros países, una cifra de difícil cuantificación, pero que a todas luces es muy elevada. Algunas fuentes basan sus cálculos exclusivamente en el PERE (Padrón de Españoles Residentes en el Extranjero), un registro que no formalizan todas las personas que se trasladan a vivir a otros países. Pues bien, en 2009 había registrados 633.750 personas en el PERE, mientras que en 2017 ascenderían a 2.406.611, lo que evidencia un aumento de 1.772.861 españoles residentes en el extranjero durante los años de la crisis, principalmente jóvenes. Sin embargo, otros demógrafos utilizan el análisis de las cifras del Padrón municipal del INE, para señalar que en la franja de jóvenes de entre 20 y 39 años que residían en España en 2009 ascendían a 14.444.000 personas, mientras que en 2017 se redujeron hasta los 11.205.735, con un descenso de 3.238.265 jóvenes. Bien es cierto que en este grupo de edad se encuentran también el más de un millón de inmigrantes que han retornado a sus países de origen en los últimos años, pero, en cualquier caso, la pérdida de jóvenes entre la población española es un hecho incontestable.

El resultado es una población más envejecida, que es lo mismo que decir una población más conservadora, menos dinámica, más proclive a la estabilidad, pero también, mucho más dependiente y necesitada de apoyos, cuidados y servicios que tienen que financiarse desde un Estado que ha perdido un volumen importante de trabajadores jóvenes que en estos momentos están contribuyendo con su actividad económica, sus impuestos y cotizaciones en los países a los que marcharon.

Incluso, a pesar de las voces alarmistas que de manera tan interesada como engañosa nos avisan de una supuesta invasión de inmigrantes, no se nos explica que España tiene 1.026.636 inmigrantes residentes menos ahora de los que tenía en el inicio de la crisis, en 2009, y que en Alicante la caída es de cerca de 8.000 inmigrantes.

Comprender la importancia de esta situación y abordarla de forma decidida tiene que ser una prioridad, en la medida en que de ello dependen elementos esenciales para el país, para su estabilidad económica y social. De hecho, diferentes investigadores están llamando la atención sobre la gravedad que esta crisis demográfica puede tener en los años próximos, pidiendo medidas en distintos órdenes, que ni se ven ni parece que estén entre las preocupaciones de las fuerzas políticas. Pero la realidad es imparable, aunque no se quiera afrontar.