Los Premios de la Academia norteamericana de cine en 1982, más conocidos como los Oscar, fueron entregados en una rutilante ceremonia tal como los yanquis nos tienen acostumbrados, en el Dorothy Chandler Pavillion ubicado en Los Ángeles. Jack Lemmon y Walther Matthau, aquella desternillante «extraña pareja», fueron los encargados de abrir el sobre que consagraría al que la Academia consideraba el mejor director del año. Competían, entre otros, Louis Malle, Steven Spielberg y Warren Beatty, un actor acostumbrado a papeles de seductor de féminas y que había tomado el difícil encargo de producir, dirigir, escribir e interpretar una película, Reds, basada en la obra del escritor norteamericano John Reed, Diez días que estremecieron el mundo, que narraba aquellos primeros momentos de la revolución rusa de 1917, instantes históricos que el autor vivió en primera persona como corresponsal de guerra y simpatizante de la causa.

Cuando Lemmon y Matthau rasgaron el sobre que contenía el nombre del afortunado director y anunciaron que el ganador era Warren Beatty, éste, que había comprobado como su película veía pasar los premios importantes sin que recayera ninguno en ella, sonrió entre Diane Keaton y Jack Nicholson, también nominados y sin galardón, dirigiéndose sonriente a recoger el preciado trofeo. Y entonces se produjo una de esas cosas que dejaron al mundo tan sorprendido como perplejo, incluido a un servidor que lo estaba viendo por televisión. Mientras Beatty subía las escaleras del hermoso escenario donde tantas veces dirigió Zubin Metha, comenzaron a sonar unas estrofas de La Internacional, la biblia de las organizaciones proletarias.

De este modo, y sorprendentemente, la cuna del capitalismo se rindió, a modo de homenaje póstumo, a un norteamericano, John Reed, al que esa misma sociedad expulsó de sus filas porque tuvo la feliz/infeliz idea (depende de para quién) de constituir el Partido Comunista de Estados Unidos y ser obligado a refugiarse en la recién nacida URSS, donde Reed murió de tifus en 1920 recibiendo el reconocimiento de las nuevas autoridades rusas cuando fue enterrado en los muros del Kremlin como uno de los héroes de una Revolución proletaria que tanto contribuyó a divulgar. El mismo Lenin lo escribía en el prefacio de la edición norteamericana: «El libro de John Reed ayudará sin duda a esclarecer esta cuestión, que es el problema fundamental del movimiento obrero mundial».

John Reed, casado con la escritora feminista Louise Bryant y autor de un excelente relato de sus correrías con el revolucionario Pancho Villa, México insurgente, merecía aquel homenaje de la industria cinematográfica y ahora, en la Sede Universitaria de Alicante, cien años después, volverá a ser recordado en la primera decena de noviembre, con el interesante ciclo que Jorge Olcina, Miguel Ángel Vega, Pilar Martino y David Pérez han tenido el acierto de programar bajo el título de 1918, un centenario. La Gran Guerra, la postguerra y otras guerra. Y allí estaremos.