Cuando un ciudadano consigue ser elegido como político suele caer en la tentación de olvidar que los otros ciudadanos eligen en las urnas a quien cree que va a representarlos para conseguirles una vida digna, y no al que puede utilizar su voto para representarse a sí mismo con intereses económicos, partidistas, religiosos o de cualquier otra índole más deshumanizada que humana.

Un ejemplo poco ejemplar es el de quienes en los hemiciclos votan negativamente sobre la eutanasia. Pues qué: ¿además de políticos también son verdugos? ¿Creen que la ciudadanía es masoquista? Bien está que, puesto que nacemos, vivamos felizmente. Pero cuando la vida se convierte en agonía, ¿quién culpará al nacido por desear librarse de su sufrimiento? ¿No es dueño de su existencia? ¿Por qué se le arrebata su propiedad y su derecho a decidir sobre ella?

Todo el fundamento «legislativo» sobre la negación de la eutanasia es este: Dios da la vida y esta es sagrada: solo quien la da la toma.

Sin embargo, el Estado no puede obligar a votar una ideología, o a creer en un dios ni a descreer de otro: debe velar por la propiedad y disfrute de la existencia, que es exclusivamente del ciudadano.

Entonces, ¿por qué decretazo de qué divinidad el Estado, o sus derivados, usurpa el derecho del enfermo? Quien obliga a vivir a quien desea morir es un dictador. Votar sobre la conciencia que a nadie daña y favorece a uno es una malversación de la democracia. Porque hay temas que solo atañen al individuo y no a la comunidad: y nadie puede arrebatárselos. Su voto es intransferible porque votar por él supone, además de una usurpación, violar el derecho a la intimidad: y no hay acto más íntimo que la propia muerte.