Artículo 19. «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión».

Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948.

El 23 de marzo de 1964 Timoteo Buendía, peón de albañil de profesión, fue condenado a 10 años y un día de prisión mayor por «cagarse en Franco» en mitad de un bar repetidas veces en voz alta y en presencia de testigos. Era la primera sentencia del entonces recién creado Tribunal de Orden Público (1963-1977). Lo verdaderamente preocupante es que semejante episodio parezca una noticia de actualidad en 2018.

Hay dos elementos a tener en cuenta para analizar la situación actual. Por un lado, el desarrollo y expansión de Internet y la eclosión de las redes sociales, capaces de dar voz a todo el mundo, verdadero hito en la historia de la humanidad. Y por otro, la crisis económica de 2008, o más bien la nefasta gestión de la misma, que ha provocado un divorcio de la mayoría social hacia las elites políticas y económicas.

Cuando se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, España se hallaba bajo la dictadura de Franco, siendo la represión la pieza fundamental sobre la que se apoyaba y articulaba el sistema, algo corroborado por la extrema violencia ejercida en la toma del poder, su voluntad de permanecer en él por la fuerza, y el establecimiento de un férreo control social mediante mecanismos policiales, culturales, judiciales, políticos y laborales. Leyes como la Ley de Prensa de 1938 situaban a los medios de comunicación al servicio del régimen con medidas como la censura previa. La alternativa era escuchar clandestinamente emisoras del exterior y recurrir al mercado negro de libros prohibidos.

Durante los años 50, el franquismo se consolidó internacionalmente. Fracasada la autarquía económica se inició desde 1957 un proceso de liberalización económica sin concesión de libertades políticas. Nacía la España del Desarrollismo, el turismo y la emigración. El régimen buscaba actualizarse sin cambiar en lo esencial, con el Mercado Común Europeo como horizonte. La puesta en marcha de una tímida política de «apertura» cultural culminó en la Ley de Prensa e Imprenta de 1966. Establecía unos márgenes de actuación muy estrechos y arbitrarios, un nivel de represión cultural muy feroz y mantuvo la censura previa de facto, pero estableció mecanismos de responsabilidad posterior, administrativos y judiciales, permitiendo a determinados periodistas, escritores y editores difundir ideas contrarias al régimen camufladas entre líneas. Paralelamente, surgió la banda terrorista ETA.

Muerto Franco y tras la coronación de Juan Carlos I, la Ley de Prensa e Imprenta de 1966 siguió vigente. Y aunque la Ley sobre Libertad de Expresión de abril de 1977 la suavizó en cierta manera, prohibió expresamente toda crítica a la unidad de España, al Ejército, a la Institución Monárquica y la Familia Real -erradicando cualquier debate monarquía/república/autodeterminación-. Las instituciones se fueron transformando. El Tribunal de Orden Público fue sustituido por la Audiencia Nacional.

La entrada en vigor de la Constitución en diciembre de 1978 supuso la derogación de la censura, aunque leyes como las de Secretos Oficiales de 1968 y 1969 siguen vigentes. La Transición fue un proceso convulso que no se entiende sin la movilización social, con más de 500 víctimas mortales por violencia política. Trajo finalmente una Monarquía Parlamentaria, fuertemente consolidada tras el fracaso del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Obviando sus logros innegables, hubo total impunidad para los represores y quienes se enriquecieron ilícitamente.

La Constitución garantiza explícitamente la libertad de expresión y el derecho a la información en su artículo 20. Sin embargo, una serie de disposiciones posteriores han ido estrechando sus límites a lo largo de más de 40 años, algo especialmente relacionado con la política antiterrorista contra ETA, cuya actividad sangrienta se prolongó hasta 2011, anunciando su disolución en mayo de 2018. Ha sido tras la eclosión de las redes sociales y la crisis de 2008, cuando se percibe una tendencia por el control de Internet que en algunos aspectos nos retrotrae a tiempos preconstitucionales. Así, cada vez más expertos alertan de que delitos como el de enaltecimiento del terrorismo y de incitación al odio y a la violencia, o el de injurias a la Corona, tal como están redactados, dejan demasiado espacio para la persecución ideológica del disidente, especialmente tras la reforma del Código Penal del 2015, por no hablar de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, la célebre «Ley Mordaza». Denuncias y sentencias se multiplican cada día de forma completamente desproporcionada, como atestigua los medios.

Un reciente informe de Amnistía Internacional (Tuitea? si te atreves) concluye que la libertad de expresión en España está seriamente amenazada porque se criminalizan hasta los chistes. Y no es broma, la Audiencia Nacional condenó a la tuitera Cassandra Vera en 2017 a un año de prisión por enaltecimiento del terrorismo por reproducir en Twitter 13 chistes sobre Carrero Blanco, y aunque el Tribunal Supremo ha anulado la sentencia, el daño y el descrédito hacia la justicia ya estaban hechos. Por no hablar de Willy Toledo, que será juzgado por delito contra los sentimientos religiosos por «cagarse en Dios y en la Virgen».

Hoy lunes 29 de octubre en el Ciclo de cine por la igualdad y la diversidad de género, la película Three Alemania en el Aula de Cultura, Gadea, nº 1.