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Luis M. Alonso

Confusión y periodismo

La periodista mexicana Alma Guillermoprieto ha agradecido en Oviedo "el regalo de la realidad, inmensa y maravillosa" que es el periodismo. Lo ha hecho, de modo sencillo y hasta emocionado, en un momento en que pudiera creerse que el oficio invita a desertar en medio de la confusión y en un mundo con anteojeras, que sólo mira hacia adelante o hacia atrás, según quienes lo analicen, pero jamás a los lados. Sin embargo, lleva razón Guillermoprieto cuando asegura que precisamente por esa confusión el periodismo es más necesario que nunca.

Efectivamente, los periódicos hacen falta y, por tanto, quienes los hacen y editan. No son un privilegio sino una necesidad vital en una sociedad libre: la biblia de la democracia, el libro que se escribe todos los días y a partir del cual se establecen conductas. Pero los periódicos necesitan lectores atentos y críticos. Como decía uno de sus grandes maestros, el periodismo tiene que ser algo más que cantar en la ducha del baño o recitar monólogos en el desierto, por magníficos que sean.

La intensidad fiel de la lectura diaria ha servido hasta ahora para recompensar al periodista y hacerle ver que su trabajo sigue mereciendo la pena como intermediario de la noticia. No como una voz más aislada en el ruido en que estamos sumidos. Qué poco cuesta reivindicar el viejo periodismo que deja constancia, como ha dicho Alma Guillermoprieto, de lo que otros quieren tapar: como antídoto de la cháchara envenenada de las redes sociales, de su "inmediatez y potenciación de la rabia". Esa mezcolanza de hechos, propaganda, rumores, sospechas, indicios, esperanzas y temores siempre llegó a las redacciones, y ordenarla era una sagrada ocupación del periodista. Hasta el punto, como escribió Lippman, que determinar la importancia de lo que se imprimía y lo que no representaba un poder diferente a cualquier otro que haya podido ejercerse desde que el Papa perdió su ascendiente en la mentalidad secular.

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