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La normalidad

Este verano, mi hija estuvo pasando una semana en Puerto Rico, después de haber trabajado tres meses de "kelly" en un hotel de Estados Unidos. Una noche hubo un tremendo accidente de coche en medio de San Juan. Mi hija acudió a socorrer a los heridos, y cuando vio que una mujer iba a sacar del coche a uno de los accidentados, le gritó que no lo tocara hasta que llegaran las ambulancias. La gente que se había arremolinado alrededor del coche la miró sorprendida. "¿Ambulancia? ¿Qué ambulancia? Acá no tenemos ambulancias. O sacamos a esta gente del carro o acá se quedarán hasta que les pase otro carro por encima". Y entonces sí, todo el mundo se puso a ayudar a los accidentados, que sangraban y se quejaban y pedían ayuda. Alguien los metió en un coche y se los llevó él mismo al hospital.

Mi hija, que es eso que conocemos como "millennial", hizo aquella noche, en una calle de San Juan, un máster en Ciencia Política. En Puerto Rico no existían los servicios públicos básicos ni nada parecido a un rudimentario Estado del Bienestar. Lo que para mi hija era una rutina evidente -un accidente de coche y la llegada inmediata de una ambulancia, enfermeros, socorristas, policías-, en Puerto Rico era un milagro nunca visto. Y además, un año después del huracán María, media isla seguía sin electricidad y con los techos de las casas, que antes eran de zinc, ahora cubiertos con un simple hule azul. Mirases donde mirases, no se veían nada más que toldos azules por todas partes. A los portorriqueños les habían dicho que los toldos eran una solución provisional y que al cabo de un mes tendrían sus nuevos techos de zinc (¡de zinc!), pero había pasado más de un año y los techos nuevos no habían llegado, igual que en muchas zonas no había vuelto el suministro eléctrico ni el abastecimiento de agua. Después del huracán, Donald Trump fue a Puerto Rico, se hizo una foto entregando botellines de agua a la población, y luego se volvió por donde había venido. Nunca más se supo de él.

Digo esto porque muchas cosas que nosotros damos por evidentes -las ambulancias, los servicios de emergencia- son cosas que no tienen nada de evidente en buena parte del mundo. Y lo mismo pasa con el buen funcionamiento de las instituciones, que también damos por incuestionable y evidente, aunque no está escrito en ningún sitio que tenga que ser así. La independencia policial, un sistema educativo que funcione, una sanidad pública al alcance de todo el mundo o una policía eficiente -como los efectivos de la Guardia Civil que han trabajado en Sant Llorenç-, son cosas que a nosotros nos parecen "normales", pero que en realidad no lo son en absoluto. En Puerto Rico, desde luego, no lo son. Y Puerto Rico es un país relativamente próspero si se compara con muchos países africanos o asiáticos.

Y lo más asombroso de todo es que muchos políticos de nuestro país ni siquiera parecen conscientes de ello. Ahora mismo, por ejemplo, hay parlamentarios y dirigentes políticos que dicen alegremente que el gobierno debería "actuar" para sacar de la cárcel a los encarcelados por el "procés". Y cuando lo dicen, no parecen darse cuenta de que están dinamitando uno de los pilares básicos del Estado de Derecho. Si un gobierno, sea el que sea, puede intervenir para alterar o manipular las decisiones judiciales, eso significa que vivimos en un estado que no respeta la justicia y la manipula para tenerla a su servicio. Y si los jueces están al servicio de los gobernantes, ya podemos despedirnos de cualquier esperanza de control hacia los políticos -o los poderosos- que incumplan la ley, o que roben dinero público, o que se aprovechen de su cargo para realizar actividades ilícitas. Sin independencia judicial, simplemente no existe el Estado de Derecho. Es tan simple como eso.

Pero estamos tan acostumbrados a que las instituciones funcionen relativamente bien que creemos que esas instituciones son indestructibles y que se las puede criticar y menospreciar sin que ello tenga consecuencias de ningún tipo. Y por eso mismo empezamos a decir cosas que deberían ponernos los pelos de punta. Cosas como que se les debería decir a los jueces lo que tienen que hacer. O como que el gobierno debería estar capacitado para imponer su criterio por encima de una sentencia judicial. Y estas cosas se dicen. Y se repiten. Y se vuelven a decir. Y mucha gente, asombrosamente, no ve nada raro en ellas.

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