El problema realmente importante que tenemos en el norte globalizado y democrático al que pertenecemos es el retorno del fascismo.

El retorno del fascismo se presenta como rechazo a los valores de la Ilustración, valores que han venido siendo, desde la segunda guerra mundial para acá, el soporte ético de la convivencia en democracia, y entre los cuales luce, como estrella polar, el valor de la dignidad de la persona, de la persona como tal, sea nacional o extranjera, rica o pobre, joven o vieja, hombre o mujer, en lugar de lo que el fascismo ha querido siempre imponer: la persona subsumida en una categoría (nacional, racial, religiosa, etc.).

Hay quién dice que no conviene trivializar el uso del término fascismo no vaya a ser que se preste a confusión y que cualquier cosa sea fascismo, para que al final no se le pueda identificar. No se trata, ciertamente, del fascismo aquél de antaño encerrado en estructuras rígidas, estatales y burocráticas, del fascismo de correajes, uniformes y antorchas (aunque esporádicamente aparezcan también ahora, aquí y allá) sino de un fascismo cultural, si se me permite la expresión. Sus signos distintivos son, por un lado, la purga que administra hacia adentro, distinguiendo entre buenos y malos ciudadanos, segregando, expulsando, estigmatizando a los diferentes. Por otro, se caracteriza por el repliegue ante el mundo exterior, aislándose, levantando fronteras y muros en nombre de la pureza nacional y del sacrosanto derecho de defensa ante las amenazas de malvados enemigos.

En este sentido, el fascismo que se está desplegando no es refractario al capitalismo internacional y financiero: más bien al contrario, se apareja perfectamente con él. Al igual que se apareja con las tecnologías de la comunicación, hoy estructuradas en inmensos monopolios, por donde, aprovechando la fragmentación de las sociedad y la soledad del usuario, circulan las campañas personalizadas de exaltación de la memoria fascista (regodeándose en el negacionismo, por ejemplo), el discurso del miedo y la difusión indiscriminada de noticias falsas en una combinación maléfica de post-verdad y cínica crispación, en la que no faltan, en cuanto que elemento vinculado a la cultura fascista, el enaltecimiento del machismo y, en general, de la irracionalidad y del gusto por las emociones fuertes.

Todos conocemos las manifestaciones del fascismo político que se dan en el norte global, en Europa y los EE UU. Pero la profundidad cultural que está adquiriendo va mucho más allá de su expresión electoral, ya que el fascismo ha interiorizado el concepto de hegemonía, un concepto que va mucho más allá del de propaganda, y que, mediante la corrupción de la opinión pública, lo hace valer en un mundo de tuits y redes sociales.

En España alardeábamos hasta no hace mucho de que no existía fascismo, en forma de partidos o movimientos significativos de este signo, sino meros rescoldos de lo que fueron cuarenta años de franquismo. Pero parece claro que los efectos de la vacuna antifascista, tan duramente administrada, se han ido disipando con el tiempo y que la crisis, como todas las crisis sistémicas conocidas, ha desembocado en un caldo de cultivo propicio para que los demagogos entren en acción.

Porque el fascismo cultural no se presenta completamente estructurado, sino mezclado con otros ingredientes culturales que, a veces, son difíciles de distinguir. Pongamos un ejemplo: El fenómeno que en España ha disparado, como todo el mundo sabe, el extremismo ultra -dando lugar incluso a la aparición de partidos ya declaradamente fascistas- es el conflicto en Cataluña, en el cual se reproduce el encontronazo secular entre las dos derechas, la catalana y a española, ambas ahora penetradas por la cultura post-fascista a la que me refería. La derecha catalana, porque objetivamente reproduce buena parte el esquema del fascismo cultural actual a que me refería (subjetivamente representado en la definición del español, por el Sr. Torra, como la bestia con apariencia humana); la derecha española porque le permite ajustar cuentas y rearmarse con una ideología autoritaria, ultranacionalista, que es la única que cree que le puede dar rédito.

Los caminos, pues, por donde se retroalimenta la cultura fascista son muy variados. Lo importante es que el retorno del fascismo no se consolide, que lo podamos parar antes de que avance más, si no queremos que los pueblos cultos y civilizados de Europa se vean arrastrados a la barbarie.