Siguiendo la línea argumental, sintáctica e inclusiva de Beatriz Galiana, representante de Podemos en la Asamblea de Madrid y aventajada miembra lingüística de la maestra Bibiana Aído, tengo para mí que así como hay «niños con derechos y niñas con derechas», hay países a los que se respeta y paísas a las que no se respeta; o dicho de otro modo: así como a nadie se le ocurriría cuestionar la calidad democrática de Alemania y el pueblo alemán (pese a que hace unos cuantos años los alemanes y las alemanas votaran fervientemente a un bigotillo austríaco pegado a un hombre del saco que desencadenó la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto ante el deleite de ese mismo pueblo alemán), es muy fácil, digo, denigrar a España alegando sus manifiestas carencias democráticas pese a que España y el pueblo español no desencadenara la Segunda Guerra Mundial originando cerca de 70 millones de muertos y muertas. (¿Progreso adecuadamente en lo del lenguaje inclusivo, Beatriz? No sabes cuánto me alegro y me alegra. Díselo a Bibiana, que no daba un euro por mí cuando decidí matricularme en asignaturas tan complejas y arriesgadas como inclusivos e inclusivas, empoderamientos y empoderamientas, el villano capitalismo heteropatriarcal o perspectivas ontológicas sobre la visibilización del transversalismo).

Siguiendo con el hilo argumental del artículo, a nadie se le ocurre tachar de antidemócrata a Bélgica y a los belgas pese a que su cercano antepasado y rey, Leopoldo II, se hiciera multimillonario explotando a los nativos del Congo con métodos tan brutales que hasta alarmaron a los británicos. Se calcula que entre diez y trece millones de nativos congoleños murieron asesinados, torturados, de hambre o de agotamiento. No solo hombres; mujeres y niños mutilados, violados, apaleados hasta la muerte, fueron las víctimas de este gran genocida, rey de los belgas, que duerme plácidamente enterrado en la Iglesia de Nuestra Señora de Laeken, en los terrenos del Palacio Real sede de los monarcas belgas. Un genocidio a la medida de un rey y un rey a la medida de un pueblo. En Bélgica no se aplica la Ley de Memoria Histórica. Sin embargo, el presidente del Parlamento Flamenco, que está en Bélgica por si algún podemita no lo sabía, Jaen Peumans, apoyado por el presidente de Flandes, que también está Bélgica, pontifica públicamente que España no reúne las condiciones ni requisitos democráticos para formar parte del club de países de la Unión Europea. Y todo ello para bendecir al antidemocrático y xenófobo independentismo catalán y sus líderes escondidos en Bélgica. No olvide ninguna de ustedes dos que Pedro Sánchez, hoy presidente de España, incluida Cataluña, tachaba de xenófobo al independentismo catalán comparando a Torra con Le Pen. Pero eso era hace unos meses.

¿A qué se debe ese selectivo criterio de validación democrática de países y pueblos otorgado por unos catedráticos expertos en entregar el carnet de socio de la Unión Europea o de retirártelo, se preguntarán ustedes dos? Muy sencillo. Estos profesores y profesoras lo primero que evalúan es el grado de respeto que un país y sus ciudadanos se tiene a sí mismo y a su historia, basándose en la tautológica e irrefutable convicción de que quien no se respeta no merece ser respetado; de que los pueblos que reniegan de su pasado, se avergüenzan de sus progenitores, abjuran de sus tradiciones, apostatan de su religión, odian sus símbolos o mancillan su bandera, no merecen ser respetados; que los pueblos cainitas, insolidarios entre sus ciudadanos, devotos del multiculturalismo en una sola dirección y por tanto ajenos a su cultura, que insultan y vilipendian a su país, no merecen ser respetados.

¿Se respeta España a sí misma?; ¿la respetan muchos de sus ciudadanos? Y con los matices que sean necesarios, con las luces y sombras de toda obra humana, ¿mantienen los españoles con orgullo su historia, su cultura, su dignidad, sus símbolos, su identidad o su futuro? No todos, ni mucho menos. Es más, desde la aparición del populismo de extrema izquierda, de los grupos anticapitalistas, de los mal llamados antifascistas, del progresismo multicultural y del independentismo periférico, supremacista y aldeano, no ha podido encontrarse España en situación de mayor orfandad como Nación. Ese desamparo se produce dentro y fuera de sus fronteras. En casa, porque cada vez es más frecuente escuchar a muchos políticos, intelectuales, agentes sindicales, medios de comunicación, sectores de la cultura y la Universidad, a otros y otras, referirse a España con la boca pequeña, con desdén, avergonzados, pasando de puntillas o agraviándola abiertamente. Aquí se dice el Estado, antes que pronunciar España. Aquí se oculta la bandera en vez de desplegarla sin complejos y con orgullo, como hacen los demás países. De ahí que fuera de casa consideren a España un país menor, irredento, folclórico y casi intrascendente. De ahí que fuera de casa un juez menor alemán enmiende la plana a nuestros magistrados del Tribunal Supremo en un asunto de plena soberanía judicial española con el desprecio y la arrogancia propia de un país que hace muy pocos años aupaba al poder absoluto a un hombrecillo pegado a un bigote austríaco que les prometió un Reich de mil años y dejó 70 millones de muertos. De ahí que Bélgica y los flamencos se pongan flamencos con España porque no tenemos calidad democrática ni somos dignos de pertenecer a un club europeo mientras ellos cobijan en su casa a unos huidos de la Justicia española, y guardan en su cripta real el apacible sueño de un rey genocida que murió sin arrepentirse de nada.