No podemos negar que la pobreza se ha convertido en un tema que centra un buen número de noticias e informaciones en los medios de comunicación, generando numerosos estudios, artículos e investigaciones académicas, así como un sinfín de campañas y acciones de instituciones en todo el mundo. En sí mismo, es un importante avance, porque nos ayuda a poner en el primer plano uno de los problemas más importantes de las sociedades contemporáneas. Sin embargo, los indicadores y sistemas de medición son cada vez más amplios y complejos, apareciendo procedimientos que desarrollan metodologías con un alto grado de sofisticación para tratar de radiografiar procesos aparentemente idénticos. Todo ello se complica, todavía más, cuando la pobreza se trocea y desmenuza, a veces hasta extremos llamativos, queriendo analizar fenómenos microscópicos derivados precisamente de la situación de privación en la que se encuentran las personas, desvinculándolas del marco global en el que se dan esos procesos de vulnerabilidad, exclusión y carencias.

A la pobreza sustantiva se le ponen cada vez más adjetivos que, si bien permiten detenernos en aspectos particulares, nos limitan tener una correcta comprensión de los mecanismos estructurales sobre los que se genera, avanza, cronifica y transmite. Hablamos con frecuencia de pobreza infantil, pero sin mencionar que esos menores se insertan en sistemas familiares de distinta naturaleza, víctimas de la privación. Nos referimos a la pobreza alimentaria, sin caer en la cuenta de que alguien que es incapaz de dar respuesta a su ingesta básica de alimentos, con seguridad, se encuentra en situación de exclusión extrema, al igual que hacemos cuando nos referimos a pobreza energética o farmacéutica. Incluso se acuñan términos que fuerzan hasta el límite el significado de procesos transversales de una enorme complejidad, como sucede con el concepto novedoso de «pobreza menstrual», que es un buen ejemplo de esa adjetivación extrema y forzada que se viene haciendo en los últimos tiempos.

Para empezar, aunque utilizamos con frecuencia términos de una manera homogénea, no son, ni mucho menos, similares ni su medición se realiza de la misma forma. No es lo mismo medir la pobreza monetaria, de ingreso, la exclusión social, la desprotección o la vulnerabilidad, por mencionar algunos de ellos. Incluso el concepto de pobreza severa, tan importante en sí mismo, se trata de medir en el conjunto del territorio europeo con un indicador adicional que establece a la vez el riesgo de pobreza y de exclusión social, de manera combinada. Este indicador multidimensional trata de cuantificar la tasa de riesgo de pobreza, la carencia material severa de bienes básicos, así como los hogares que presentan muy baja intensidad laboral. Aquellas personas que se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social, según estos parámetros, se las denomina ERPE (En Riesgo de Pobreza y Exclusión), o en inglés, AROPE (At Risk of Poverty and/or Exclusión). De esta forma, se llama la atención de que la simple medición de la distribución de ingresos personales y familiares no basta para acercarnos a una comprensión precisa del significado de esa pobreza severa.

Sin embargo, los conceptos de exclusión y privación son distintos de la pobreza, haciendo referencia a personas que, aún contando con trabajos más o menos estables y desarrollando una vida aparentemente normalizada, atraviesan situaciones de carencia que les llevan a vivir al límite, dedicando su vida simplemente a subsistir, sin poder desarrollar relaciones sociales, culturales, cívicas o participativas. Hablamos de esos padres que no pueden llevar a sus hijos a actividades extraescolares, o de las familias que no se pueden permitir asistir a ninguna actividad cultural o lúdica. Ese capital social y relacional que contribuye a proporcionar una vida plena, facilitando la inclusión social y la participación pública, tiene cada vez más importancia a la hora de identificar los procesos de pobreza y exclusión social, en línea con lo que han venido estableciendo las Naciones Unidas en su Índice de Desarrollo Humano (IDH).

Por ello, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) viene trabajando con la Universidad de Oxford para tratar de conocer con mayor precisión el número de personas que sufren carencias múltiples simultáneas, más allá del nivel de ingresos, mediante un llamado Índice de Pobreza Multidimensional Global (IPMG), que ha sido puesto en marcha por primera vez en este año 2018, siendo sus datos esclarecedores. Así, mientras que las tasas de pobreza tradicionales basadas en el nivel de ingresos reflejaban que el 10% de la población mundial, unos 736 millones de personas, estarían en situación de extrema pobreza al sobrevivir con menos de 1,9 dólares al día, los nuevos datos de las Naciones Unidas que valoran carencias múltiples y simultáneas, más allá del dinero, elevan la cifra hasta los 1.300 millones de personas, una quinta parte de la población mundial.

Sin embargo, por muy precisos que sean los datos, los investigadores, los profesionales y las instituciones que trabajan para reducir la pobreza, necesitan contar con retratos cada vez más nítidos de las condiciones personales, emocionales, sociales, familiares e incluso del sufrimiento que todas estas personas atraviesan. Y es que, con demasiada frecuencia, las cifras, las estadísticas y los datos ignoran estas variables, imprescindibles para poner rostro humano a la pobreza.