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Juan R. Gil

No es no

El pasado miércoles tuve la suerte de participar en una mesa redonda sobre la situación de Alicante en la sede universitaria del edificio Gadea que dirige el catedrático Jorge Olcina. El debate, incorporado a la agenda de la sede por la Plataforma de Iniciativas Ciudadanas (PIC), contó con las intervenciones, además de una breve pero contundente presentación del propio Olcina, de los periodistas José María Perea, que moderaba, y José Ramón Giner, los profesores Carlos Gómez Gil y Francisco Moreno y el conseller Manuel Alcaraz, desde la tribuna, y de los también profesores José Ramón Navarro Vera y Manuel Marco, el dirigente vecinal José María Hernández Mata y otros muchos de los asistentes que llenaban la sala, desde el público. Entre el pesimismo sobre la evolución de la ciudad que el que esto escribe admitió, y la matizada desdramatización de sus males que exhibió el conseller Alcaraz, hubo lugar para volver a poner sobre el tapete muchas de las características que han hecho que Alicante se encuentre en permanente crisis existencial: el victimismo, la ausencia de liderazgos políticos y sociales, la debilidad de sus sucesivos ayuntamientos, la falta de identidad y memorias colectivas, la carencia de modelo, la desvertebración de la propia ciudad, la desatención a las desigualdades y la exclusión en alza por ello de muchos colectivos, la inexistencia de políticas culturales o de integración... No habían pasado ni 48 horas, sin embargo, y la denuncia este viernes, por parte del concejal de Guanyar Miguel Ángel Pavón, de una nueva intentona para erigir en el Puerto una macroplanta de depósitos de combustible -¡otra vez!- nos ha venido a demostrar que aún nos faltaron epítetos. Entre otros, la estulticia.

Ya sé que la estulticia, cuyos atributos son la ignorancia, la necedad y hasta la estupidez, es un adjetivo aplicable a las personas. Pero seguro que la RAE me disculpará si se lo endoso como otro de sus rasgos definitorios a la capital de esta provincia, pero sobre todo a sus (presuntas) élites dirigentes. Porque que al borde de 2019 hayamos conocido que se encuentra en fase de alegaciones un proyecto para construir en la fachada marítima y a menos de un kilómetro de zonas habitadas hasta 18 depósitos de gasolina, gasóleo, biocarburantes y gas licuado del petróleo, de hasta 30 metros de altura y más de 50.000 metros cúbicos de capacidad cada uno en el caso de al menos doce de ellos, y que nos hayamos enterado no por una comunicación del gobierno municipal ni tampoco de la Autoridad Portuaria, sino por la denuncia de un concejal y la movilización de unos vecinos condenados demasiado tiempo ya a vivir en un sinvivir; que eso esté pasando aquí y ahora, digo, sólo cabe entenderlo desde la ignorancia, la necedad y (que no se me ofenda nadie, que esto no es un ataque personal) la estupidez. Ignorancia de la propia historia, necedad por no calibrar las consecuencias de un asunto, permítanme el humor negro, explosivo como pocos, estupidez por devolver a Alicante al pasado cuando lo que habría que estar diseñando es el futuro. Se diría que al igual que Bill Murray en la popular película de los 90, ser vecino de Alicante supone estar condenado a repetir cada día el día de la marmota.

Si hay algo por lo que ha sido capaz de movilizarse Alicante, y por tres veces consecutivas, ha sido para rechazar la existencia de este tipo de plantas, peligrosas, contaminantes, incompatibles con una ciudad que quiere ser atractiva para un turismo de una mínima calidad y al mismo tiempo no perder el carro de globalización. Se rebeló a finales de los años 80 contra la iniciativa de la multinacional Total de construir aquí una factoría similar a la que pocos años antes había causado una tragedia en el puerto de Marsella. También lo hizo contra la pretensión de Campsa, a mediados de los 90, de mantener en el puerto los depósitos que tenía a pesar de haber caducado la concesión. Y de la misma manera volvió a activarse cuando recién estrenado el nuevo siglo se trató de colar otra fábrica, esta vez de biodiésel.

En todas las ocasiones se dieron las mismas circunstancias: una Autoridad Portuaria incapaz de comprender que no gestiona un Puerto al uso, sino un Puerto urbano y, por tanto, obligado a no mirar únicamente sus cuentas, sino a saber crecer sin enfrentarse a la ciudad; una administración del Estado burocrática, rigorista y sin la más mínima atención a los administrados; una Generalitat Valenciana indolente, que en Alicante no parece nunca gobernar, sino dejarse arrastrar por los acontecimientos, a los que siempre llega tarde y mal cuando son conflictivos; y un Ayuntamiento que no asume su dimensión política, que es más que la gestión del día a día o los informes técnicos.

La Autoridad Portuaria no tiene en sus manos una empresa, por mucho que el Puerto lo sea, sino un bien colectivo. La Generalitat no puede quedarse de brazos cruzados hasta que, vuelvo al humor negro, el incendio llegue al Palau: ¿dónde está Rafael Climent, dónde Elena Cebrián, dónde el propio Alcaraz, conseller por fas o por nefas de este distrito, activista ciudadano antes que político? Pero, sobre todo, ¿dónde está el gobierno municipal, la primera línea de defensa, el que sí tiene como única obligación velar por esta ciudad y sus vecinos? ¿Cómo puede el alcalde, Luis Barcala, proclamar un jueves que quiere proyectar un Alicante moderno basado en un turismo de calidad, y no de botellón y despedidas de soltero; en unos servicios punteros; y en una industria orientada a la innovación y la economía digital; y al día siguiente, viernes, decir por persona interpuesta que van a actuar con «cautela» y a «esperar a que se cumpla el procedimiento y se pida la licencia a Urbanismo (porque) ahí verificaremos que se den todas las condiciones necesarias». ¿Pero qué condiciones? Cuando te quieren plantar delante del Consistorio, a 800 metros de colegios y viviendas, en esa fachada marítima que es tu presentación en el mundo, decenas de depósitos que albergarán millones de litros de combustible y provocarán un tráfico sucio, la respuesta no puede ser técnica, sino política. No puedes esperar a que te llegue «a Urbanismo», sino convocar un pleno y fijar tu posición. Ayer, un día después de toda esa pamplina, el alcalde Barcala sí empezó a reaccionar y avanzó su oposición al proyecto, al tiempo que pidió a la Generalitat que lo parase. Nunca es tarde si la dicha es buena, aunque habrá que estar atentos, porque el PSOE, que gobierna con Compromís la autonomía, sigue ramoneando sin mojarse, pese a que fue el último alcalde socialista merecedor de tal nombre, Ángel Luna, el que en 1995 se hizo la foto soplete en mano acabando con los depósitos de Campsa. Repito: aquí hace falta un pleno en el que todo el mundo se retrate.

Y es que esta ciudad ya ha dicho tres veces no es no al peligroso despropósito que de nuevo nos están planteando. Las tres tuvieron que ser los vecinos los que se batieran el cobre, si bien nunca estuvieron solos porque siempre les acompañó este periódico. Las tres el interés general ganó la batalla frente a los intereses de parte de las multinacionales y la falta de visión y de ambición política de nuestros representantes. Ahora que lo escribo, quizá no venga mal otra refriega. A ver si así Alicante empieza a resolver, si quiera un poco, otra de sus más graves dolencias: la falta de autoestima.

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