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El déspota saudí y la respuesta occidental

Imaginemos por un momento que lo ocurrido en el consulado saudí en Estambul hubiese sucedido en otra representación diplomática que no fuera la de esa monarquía feudal, aliada de Occidente.

Que un periodista hubiese sido secuestrado en el consulado de ese otro país tras acudir allí en busca de un documento para casarse y que, sin poder abandonar el edificio, hubiese sido allí sido salvajemente descuartizado y su cadáver hecho desaparecer.

Imaginemos que, una vez cometido tan truculento crimen, los asesinos hubiesen podido salir del país para no tener que dar cuentas a la justicia.

De no haberse tratado de Arabia Saudí, ¿cuánto habrían tardado las cancillerías occidentales en expulsar a los diplomáticos del Estado responsable, igual que se hizo inmediatamente, y sin esperar pruebas, con los rusos tras el misterioso envenenamiento de un doble agente en el Reino Unido?

Lo que, gracias a sus reservas de petróleo y a su preciada condición de aliado, inversor y cliente de las industrias de armamento occidentales, el régimen saudí cree poder hacer impunemente -por ejemplo, la feroz guerra del Yemen-, no se le permitiría a ningún otro país.

Sólo un eficaz aparato de propaganda, engrasado con millones de dólares, explica que Occidente saludara la elevación a príncipe heredero de Mohammed bin Salman sin prestar demasiada atención a la feroz campaña de represión interna que siguió a ese nombramiento.

Los medios occidentales elogiaron sobre todo su decisión de autorizar por fin a conducir a las mujeres y la apertura de las salas de cine, hasta entonces prohibidas.

El «modernizador» de ese régimen medieval parece creerse desde entonces todopoderoso y no tolera que nadie, ni dentro ni fuera, le contraríe.

¿Se habrá extralimitado, sin embargo, esta vez con el salvaje asesinato del periodista Jamal Khashoggi, suceso que medios saudíes, siguiendo sin duda instrucciones de su Gobierno, no vacilaron en atribuir a una campaña turco-qatarí contra Riad?

Las relaciones entre Turquía y Arabia Saudí no atraviesan sin duda el mejor momento debido al apoyo que el Gobierno de Ankara viene prestando a Qatar, país al que los saudíes y sus aliados emiratíes han sometido a un completo boicot que dura ya más de un año.

El conflicto tiene sobre todo un motivo político que divide a los suníes de la región: turcos y qataríes apoyan a los Hermanos Musulmanes, movimiento islamista que llegó democráticamente al poder en Egipto y fue luego aplastado por el golpe militar del mariscal Abdel Fatah al- Sisi, hoy presidente de ese país.

Al poco tiempo de convertirse bin Salman en príncipe heredero, el periodista Khashoggi se exilió en Estados Unidos, desde donde criticó al nuevo hombre fuerte saudí y se permitió defender a los Hermanos Musulmanes, a los que Riad y sus aliados presentan como terroristas.

Disolver la Hermandad Musulmana era, escribió Kashoggi en The Washington Post, matar la democracia. Y con el pretexto de combatir el terrorismo, los autócratas de Oriente Medio buscaban, según él, sólo acabar con un grupo políticamente comprometido y que goza de fuerte apoyo entre las masas árabes.

En Turquía, donde iba a casarse con su novia y tenía pensado quedarse a vivir, Kashoggi estableció contacto con Aymar Nour, conocido político de la oposición egipcia, que tiene acciones en una emisora turca considerada como próxima a los Hermanos Musulmanes.

Y esto, unido a todo lo anterior, no debió de gustar nada al soberbio príncipe heredero. A partir de ese momento, la suerte del periodista estaba echada.

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