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Cultura subvencionada

Pocos escultores me fascinaron tanto de joven como Jorge Oteiza. Lo conocí -su obra y su pensamiento, quiero decir- en los años de universidad por recomendación del poeta Gabriel Insausti, que preparaba su tesina sobre el artista vasco. Por aquellos años, Oteiza continuaba tronando contra el desierto cultural desde su retiro navarro en Alzuza. Era un hombre controvertido y fascinante, que dejaba que su inteligencia surcase las alturas para llevarla hasta sus límites. Al asomarse al vacío contemplaba un espacio desnudo y silencioso, despojado de cualquier sentimentalismo. Admiraba a Velázquez precisamente por lo que tenían sus cuadros de realismo silente y ensimismado, exento de cualquier tipo de prejuicio, incluido el de la belleza. Por motivos similares admiraba la perfección arquitectónica del Partenón de Atenas, de cuyo profundo carácter sagrado no dudaba. El silencio es la desnudez, decía el autor de Orio, consciente de que a ese silencio no se llega por medio de la expresión, sino vaciando y vaciándose. Su obra escultórica final -sus negras y enigmáticas "Cajas metafísicas", por ejemplo- son modélicas en este sentido: encierran la gravedad del espacio liberándolo a la vez. Al idearlas, Oteiza pensaba menos en la tradición clásica que en los restos arqueológicos de la arquitectura megalítica: los crómlechs, por ejemplo, con sus columnatas circulares de menhires, tan inquietantes como misteriosos. Pero esa filiación prehistórica del arte del escultor español no desdice ni de su herencia moderna -las vanguardias pretendieron romper con la inspiración del mundo clásico- ni de sus profundas implicaciones metafísicas. El vacío, diríamos, no representa una ausencia de sentido, sino que crea las condiciones para que emerja una verdad ligada al hombre, aunque desligada de sus pasiones. Libre como libre es todo arte verdadero.

Oteiza fue además un aceptable poeta, un ensayista provocador y un enorme arquitecto. Era también un infatigable polemista cultural, que fustigaba sin piedad a los políticos peneuvistas de su época. El fracaso fue el saldo de su batalla, contradiciendo la clave darwinista de un mundo en progreso incesante. Combatió la llegada del Guggenheim a Bilbao -al que apodaba "Euskodisney"- y, en general, la política concebida como un espectáculo frívolo y pornográfico para consumo de las masas. Creía que "los siglos se abrevian con la educación", por lo que reivindicaba las bibliotecas, los pequeños centros de arte y las escuelas, por encima de cualquier otro espacio o evento artístico pensado para el espectáculo. El tiempo, a la vez, le ha dado y le ha quitado la razón; pero en el fondo le ha dado más de la que le ha quitado. Sólo el mecenazgo inteligente alimenta una política artística digna de ese nombre. En caso contrario, la cultura se convierte en un negocio como cualquier otro, con idénticas redes clientelares e idéntica rigidez. Vista así, la experiencia autonómica -con múltiples excepciones, por supuesto- no ha sido beneficiosa para el arte y la cultura y sí inútilmente costosa. La civilización se construye sobre la excelencia, la libertad y las formas. La cultura subvencionada, en cambio, rara vez edifica una sociedad.

Los grandes cascarones huecos tienen algo de obsceno. ¿Necesitan todos nuestros municipios grandes teatros, salas de arte contemporáneo, premios literarios sin proyección alguna? No deja de resultar paradójico que el olvido de la literatura, la historia, la filosofía, el latín y el griego en nuestro sistema educativo coincida con esos "euskodisneys" que trufan -cada uno a su escala- nuestra geografía particular. La contradicción no constituye un principio taoísta en este caso. Sin lo primero -el cultivo lento de la excelencia- no existe cultura que se precie. Por muy bien que venda en los platós.

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