Para casos como éste viene perfecta la frase del inmortal entrenador del Liverpool Bill Shankly: «El fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es algo mucho más serio que eso». La conversión de los taquilleros de la Ciudad Deportiva del Valencia en algo parecido a una patrulla de fronteras, encargada de vetar el paso a un estadio a cualquier aficionado nacido o residente en Alicante, es una noticia de esas que recorren a la velocidad de la luz el largo camino periodístico que separa a los medios provinciales de las grandes televisiones nacionales. Que el club que estaba llamado a convertirse en el equipo vertebrador de todo el territorio autonómico establezca un férreo control sobre la pureza provincial de unos señores que han recorrido casi 200 kilómetros para ver un partido de Segunda B es algo que da que pensar y, sobre todo, algo que provoca el desánimo y el cabreo a todas aquellas personas que vivimos al sur del puerto de Albaida y que a pesar de todos los pesares llevamos años empeñados en creer en la viabilidad de un proyecto común llamado Comunitat Valenciana.

Ante acontecimientos como estos, es inevitable pensar en los grandes despliegues que se han realizado desde el actual Consell para intentar acabar con los fantasmas del centralismo valenciano y con el persistente sentimiento de marginación que lleva décadas incrustado en amplios sectores de la sociedad alicantina. Hay muchos kilómetros recorridos, muchos millones de euros en inversiones, muchas visitas presidenciales y de consellers, muchos discursos llenos de contenido y muchas acciones políticas de alto calado realizadas con el único objetivo de acortar las distancias entre el Cap i Casal y la provincia de Alicante. Todas estas iniciativas normalizadoras, impulsadas con sinceridad y con un considerable esfuerzo humano, quedan tocadas de una forma u otra por la decisión del club de Mestalla de penalizar la alicantinidad de unos cuantos aficionados del Hércules. Aunque los hechos no pasen de la mera anécdota (desagradable y torpe donde las haya), acaban dejando un mensaje negativo que cala profundamente en la opinión pública alicantina, que ve reforzado una vez más el retrato de una València excluyente y carente de cualquier sensibilidad con la periferia. Es sólo fútbol, aunque conviene tener siempre en cuenta (para la bueno y para lo malo) el inmenso potencial que tiene este deporte de masas a la hora movilizar los sentimientos más primarios del ser humano.

Mientras la directiva del Valencia insiste en sacarse de encima las responsabilidades del asunto, negándose de forma obcecada a pronunciar ni la más mínima disculpa, crece la sensación de que no hay sanción deportiva ni declaración política de condena que pueda arreglar este desaguisado. Es como llorar por la leche derramada. El mal ya está hecho; en sólo tres días, los desafortunados sucesos vividos el pasado domingo en València han entrado a formar parte de ese inacabable memorial de agravios en el que figuran grandes hits como: la diferencia de trato de Hogueras y Fallas en las sucesivas teles autonómicas, la desaparición de media Vega Baja de los mapas de la primera Generalitat de Joan Lerma o la presunta colonización lingüística del valenciano. Una mezcla de hechos reales y de historias inventadas conforma el imaginario colectivo del victimismo alicantino, que lo último que necesita es que alguien le proporcione munición real para que siga con su particular e interesada guerra.

Por fortuna para todos, el terrible grito de ¡Puta Valencia! ha desaparecido prácticamente de nuestros escenarios públicos y se ha convertido en un producto político residual. Sin embargo, lo peor que se puede hacer para resucitar estas lamentables prácticas es proporcionarles contenidos y motivaciones. La imagen de los empleados del Valencia puteando (eso es al fin y al cabo el infumable veto geográfico aplicado en el partido del domingo) a un grupo de aficionados del Hércules es una extraña manera de contribuir a la vertebración y a la normalidad de un territorio autonómico lleno de complejidades y de suspicacias.