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Las siete esquinas

Profecías

El cambio climático no va a traer nada bueno, como ya se vio la semana pasada con las inundaciones del Llevant de Mallorca

El otro día compré la comida en un restaurante peruano, y por la noche, cuando fui a tirar la basura, conté ocho envases de plástico en la bolsa, aparte de las correspondientes latas de cerveza y otros envoltorios de plástico. En general, creemos que todos esos objetos que ocupan las bolsas de basura desaparecen por arte de ensalmo una vez que el camión de recogida desaparece de nuestra vista. "Asunto concluido", pensamos, como si una especie de proceso de autocombustión espontánea fuera a encargarse de eliminar toda esa basura. Pues no. Lo más probable es que esos envases y esas latas aparezcan flotando dentro de algunos meses en mitad de un océano, quizá el Atlántico o el Pacífico, o quizá en el mismo Mediterráneo, formando una de esas islas de basura que dentro de poco, si no lo tienen ya, tendrán el tamaño de un país entero.

Y nos pasa más o menos lo mismo con el cambio climático. Cualquier persona con dos dedos de frente sabe que es un fenómeno real y quizá irreversible, pero nos encogemos de hombros y esperamos que alguna extraña carambola de la naturaleza -o algún descubrimiento científico de última hora- eviten la tragedia que se nos viene encima. Y digo tragedia porque el cambio climático no va a traer nada bueno, como ya se vio la semana pasada con las inundaciones del Llevant de Mallorca. Si la sequía aumenta en muchos países africanos, si se siguen destruyendo cultivos en medio mundo, si las inundaciones arrasan las zonas costeras del planeta, si las tormentas cada vez más fuertes destruyen comarcas enteras en los dos hemisferios, cada vez más gente querrá emigrar desde los países del Tercer Mundo a los países del primer mundo.

Pero, cuidado, porque esos países -nuestros países- también vivirán los estragos de las alteraciones del clima. Habrá menos agua potable y disfrutaremos de menos comodidades, y al mismo tiempo sufriremos más desigualdad, más malestar social y más protestas callejeras. Y en estas condiciones, el ambiente de hostilidad y de rechazo hacia los extraños que quieran llegar a nuestros países se hará mucho más peligroso y violento. Y no estamos hablando de cosas que vayan a pasar dentro de cincuenta o cien años, sino dentro de veinte o quizá treinta. Justo cuando no vamos a tener dinero para pagar las pensiones y estaremos viviendo una de esas crisis económicas cíclicas que nos hunden en la furia o en la desmoralización. Imaginen la cantidad de demagogos que aparecerían en esas circunstancias. Y las cosas terribles que dirían. Y no sólo eso, sino las cosas que harían. Y que animarían a hacer a sus votantes.

Ya sé que estoy adoptando el papel del antipático patriarca bíblico que profetizaba la destrucción y que quizá disfrutaba anunciando la destrucción porque en el fondo era un amargado. Y en ese sentido, es lógico que muchos ciudadanos quieran vivir tranquilos, dedicándose a lo que de verdad les preocupa -su familia, su trabajo, su salud- y desentendiéndose de todo lo demás. Es comprensible. Y más aún cuando no sabemos muy bien qué debemos hacer para intentar cambiar las cosas. Porque es muy difícil imaginar otra forma de vida distinta de la que ahora llevamos. ¿Estaríamos dispuestos a vivir sin aire acondicionado, sin calefacción, sin envases de plásticos, sin latas de cerveza? ¿Estaríamos dispuestos a aceptar una vida mucho más sobria y que nos exigiría muchos más sacrificios, sabiendo lo difícil que es sobrevivir incluso ahora con los pésimos sueldos y las precarias condiciones laborales? No lo sé, y dejo ahí la pregunta.

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