Todos los ciudadanos son iguales ante la Ley, nos dicen desde la Justicia; la vida humana no tiene precio, nos dicen las religiones; la muerte iguala a todos sin distinción, nos dicen los enterradores; no importa el color de la piel, nos dicen los poetas; la multiculturalidad impuesta con calzador por los políticos y la progresía es buena, nos dicen los intelectuales subvencionados; Venezuela es una democracia avanzada y Maduro no es un dictador, no se tortura y se respetan escrupulosamente los derechos humanos, nos dicen los populistas españoles de extrema izquierda y el supervisor de nubes Zapatero; los independentistas catalanes no solo son más inteligentes y superiores que el resto de los españoles, son además pacíficos, nos dice la tóxica propaganda del separatismo; la extrema izquierda es buena, democrática y homologable, la extrema derecha no, nos dicen muchos medios de comunicación; yo no convoqué elecciones anticipadas por el bien de España, nos dice Rajoy sin inmutarse; la moción de censura a Rajoy era para convocar elecciones de inmediato, nos dice Sánchez; yo no hice trampas con mi tesis doctoral o mis trabajos de máster, nos dicen quienes hicieron trampas; el feminismo de salón defiende a todas las mujeres por igual sin importarle la ideología o la clase social, nos dice el feminismo de salón; y así podríamos seguir enunciando ampulosas máximas en la absoluta convicción de que todas son falsas. Y claro, mis respetadas dos lectoras, cuando se cae en la extenuación ontológica; cuando ya nada se espera personalmente exaltante, que cantara Paco Ibáñez, estamos tocando el fondo.

Ante tal estado de frustración, ante el desencanto existencial, ante la angustiosa necesidad de buscar la verdad, muchas y muchos llegaron a creer que el régimen de Maduro era una democracia amiga del pueblo, defensora de la libertad, ajena a la corrupción, contraria a la tortura, respetuosa de los derechos humanos. Así nos lo vende el populismo podemita de extrema izquierda, tan complaciente con la revolución bolivariana al punto de ser modelo a seguir en España. Lo mismo que ha estado haciendo nuestro expresidente Zapatero, hoy contemplador extasiado de nubes y firme defensor del régimen de Maduro. Mientras Zapatero alzaba la cabeza para vislumbrar las nubes del cielo, la tierra venezolana que controla Maduro llenaba sus cárceles y siniestras comisarías de presos políticos, sindicalistas y líderes de la oposición. Mientras Zapatero supervisaba el firmamento por si caía alguna partícula de estrellas, desde el piso décimo de una de las checas de tortura instaladas en Caracas caía el concejal opositor Fernando Albán mientras era torturado por la policía política del régimen chavista. Hasta Human Rights Watch -organización defensora de los derechos humanos- declara que «Zapatero ha sido un excelente encubridor de la dictadura de Maduro».

Lo mismo ocurre con el feminismo de salón, el combatiente, inflexible, dogmático y excluyente; el que está controlado por una reducida élite de privilegiadas instaladas en su eximio santuario (lean a Faulkner); ese feminismo que dice defender a todas las mujeres sin distinción de razas, ideologías, religiones o posición social. Pero hete aquí que esa ilusión, esa verdad revelada, mutó en falsa. Resulta que ese feminismo que siempre mira en la misma y única dirección ideológica, ultraradical, sectaria y excluyente, no tutela ni defiende a todas las mujeres por igual, ni mucho menos. Sabe muy bien a quién seleccionar. Sabe callar y calla cuando la mujer agredida no le interesa por motivos políticos o pura mezquindad ideológica.

Hace unos días, en el Congreso de los Diputados, el simpar Gabriel Rufián, ese mozalbete políticamente maleducado, grosero, chulesco en las formas y bronco en las palabras, desafiante, arrogante, de colores machistas y sabores tabernarios, ese Rufián ofendía verbalmente a una diputada del PP, Beatriz Escudero, llamándola «palmera» y guiñándole a continuación un ojo desde el desdén supremacista, como si estuviera en cualquier asamblea populista de cualquier chalet de Galapagar. Como es un Rufián de izquierdas, independentista y de los nuestros, ninguna de las mujeres diputadas que estaban en la Cámara defendió a su compañera humillada por los comentarios y gestos machistas de Rufián. ¿Habrían actuado de la misma forma si la agredida fuera del PSOE o de Podemos y el agresor del PP? No. Estaría el Congreso completamente rodeado por el feminismo de salón y por toda la progresía existencial siempre atenta contra los deslices de quienes no son de los suyos. El «Me Too» estaría escracheando al ofensor del PP por su machismo heteropatriarcal. Un feminismo de salón selectivo, beligerante con el piropo y complaciente con burkas y prendas que invisibilizan a la mujer musulmana obligadas desde niñas a llevarlo. Ese feminismo «gauche divine» que se olvida sistemáticamente de las otras mujeres agredidas porque no les interesan. Que callan y no se pronuncian cuando las víctimas les molestan. Como la mujer golpeada e insultada en Barcelona por un pacífico independentista, un macho, porque estaba quitando lazos amarillos. Como las mujeres parejas de los guardias civiles de Alsasua violentamente golpeadas por pacíficos machos separatistas porque se les ocurrió consumir algo en un bar. Como esa ejemplar y machista frase de uno de nuestros iconos podemitas al referirse a una periodista diciendo que la azotaría hasta que sangrase. ¡Qué machote!

Lo escribía Javier Marías en El País: «A partir de ahora no podré creerme una palabra de lo que digan, reclamen, protesten o acusen muchas hipócritas feministas actuales?» Me Too. Por eso no les debe extrañar que haya mujeres malas y dictadores buenos.