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Hispanidad

Cuando fueron a recoger la furgoneta quemada tuvieron que soportar las burlas de los habitantes de Los Asperones

Una venta en el camino, una calle abierta al sol, el mar por todas las esquinas, el sol por todos los campos, el trigo y la nieve, la claridad del mediodía, el silencio largo del principio de la tarde y los niños jugando en la plaza.

El pésame a los vecinos, el hambre aún en las costuras del recuerdo, la maleta de emigrante siempre hecha. La tragedia entre las manos, barroca y medieval, un romance de ciego cantado por un pícaro en cada esquina. Superviviente de sí misma, en la miseria y en la abundancia, en el luto y en la fiesta.

La respiración en octosílabos, la alegría y los amigos, la parada y el saludo, la calle y la taberna, siempre el día por delante y también la noche.

El "conquistador torvo" que dejó el tesoro de su idioma al otro lado del mar, los bárbaros a los que "se les caían de la tierra de las barbas, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes", como dijo Neruda. La espada sobre el libro, el corazón sobre la cabeza, el viento enredando siempre por las calles. Y la luz por todas partes, siempre la luz.

Todo eso que somos. Íbero y tartesio y celta y fenicio y griego y romano y árabe y visigodo y tres mil años de historia corriéndome por las venas y por las penas. Así, para suerte o para desgracia. Nos nacieron españoles (que quizás sea una de las formas más sutiles del pecado original), para aunar todas las contradicciones, todos los conflictos, todos los claroscuros, porque bien pareciera que nacemos para estar el uno frente al otro, "€el español terrible/ que acecha lo cimero/ con su piedra en la mano", como nos dejó dicho amargamente Luis Cernuda.

Se pone uno a pensar en España y acaba enredado. Pocas cosas más confusas que un país tan hermosamente diverso que, si en su diversidad buscase el punto de encuentro, encontraría una de las formas más claras de la fraternidad, y sin embargo se empeña en odiar lo que ve en los espejos.

Antonio Domínguez Ortiz, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1982, me enseñó una mañana en su casa, mientras la primavera granadina estallaba tras los cristales, que España como unidad era muy visible desde lejos, pero que desde la cercanía de sus interioridades era difícil de comprender, agitada por una amalgama de sentimientos, localismos, individualidades. Los españoles somos así, de nuestro pueblo antes que de ningún otro sitio, y enfrentados sempiternamente con los pueblo de al lado, esos idiotas. La hispanidad, ya se sabe, es una forma de cainismo.

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