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Crear la atmósfera del drama

Lo que se nos viene encima comenzó hace tiempo. Hasta dónde llegará, no lo sabemos. El martes pasado escribía aquí sobre mis impresiones italianas, y contraponía la pacífica vida en las calles con los programas televisivos que animaban a la venta de armas de fuego. Este sábado, La Vanguardia recogía la noticia de que Matteo Salvini «se propone endurecer la ley de la legítima defensa». El autor del proyecto de ley impone una cuestión de principio: la defensa del agredido siempre será proporcional. Da igual el peligro que haya corrido. Siempre podrá defenderse al máximo del que irrumpa en su casa o negocio, y un juez no podrá intervenir para medir la proporcionalidad de su respuesta. La razón es clara: «Es necesario dar un mensaje a los que vienen de fuera a cometer delitos». Así se comprueba una profunda alianza entre la política de Salvini y los llamamientos de los medios a la autodefensa armada.

Me servía de mis vivencias en Padua para diferenciar entre la vida cotidiana, más o menos estabilizada, y su reflejo en las redes sociales y medios de comunicación. Se trata de un reflejo distorsionado, irritado, violento, amplificado, negativo, histérico. El sociólogo alemán Joachim Radkau denominó a los años previos a la I Guerra Mundial «el tiempo del nerviosismo». Antes de que la gente se matara en Versalles, se llegó a un clima de histeria colectiva, de hiperestesia tal, que la guerra significó una relajación de la tensión. Ahora se comienza a crear la misma dualidad de mundos, el cotidiano presencial y el espacio público de la virtualidad. El primero está gobernado por automatismos y rutinas. El segundo, por una irritación aplastante.

El grado de intensidad de esta hiperestesia mediática es de tal índole, que condena el rumbo de la vida cotidiana al silencio de los automatismos. Como a esa vida se le retira toda capacidad de expresión pública, tan pronto echamos a hablar corremos el peligro de ingresar en los hábitos irritados de la vida pública. Este hecho nos condena al mutismo y a la soledad. Cada vez más amigos y conocidos desconectan, desde luego, de un mundo público entregado al ruido y a la furia. Pero el precio es rumiar el malestar sin voz, como los esclavos. Entre el mutismo y hacerse oír a voces se abre la esquizofrenia. Es como si lo que todavía quedase de vida sencilla ya no pudiese tener expresión pública. Ya no hay ritmo de las conversaciones, discreción, serenidad, distancias. No es tiempo de eso.

Esta dualidad entre un espacio público deteriorado y un espacio privado automatizado e inerte, constituye una de las experiencias más inquietantes del presente. Nada de lo que hay de sensato y razonable, aparece. Todo lo que trasciende resulta excitado y postizo. Esta organización de la comunicación nos deja completamente indefensos. Podemos asumir que en la vida presencial, allí donde los cuerpos se encuentran, sigan más o menos vigentes las restricciones del civismo. No hablo de eso. Lo decisivo es que el espacio público dicta las reglas a la forma de conducirse en todo lo que tiene una dimensión pública. La vida comunitaria, por la que la existencia humana se hace posible, ya no rige en esa vida política. Todo en ella se produce para que continúe la excitación de la vida virtual.

¿Adónde conducirá esta escalada? No podemos saberlo. Pero sin duda la América de Donald Trump marca el camino. Salvini lo sigue. Entre ambas orillas, una corriente ingente de dólares y de influencias. La formación de una inteligencia pública eficaz, eso sin lo que los pueblos no pueden vivir, se hace imposible. Si algo ha demostrado el brexit es que las poblaciones pueden ser conducidas a posiciones dramáticas y extremas, contrarias a sus intereses, de tal manera que para salir de ellas serán necesarias posiciones todavía más extremas y dramáticas. ¿Queremos otro ejemplo? Miremos Cataluña. Todo empezó con manifestaciones festivas, excursiones familiares. Ahora se ve con claridad que para salir del atolladero se tiene que elevar el tono. Por mucho que las élites no sepan cómo escapar al caos, no es menos obvio que hay muchos que reclaman un grado más de excitación en la escalada, más drama. ¿Quién puede así excluir la tragedia?

Una vez creadas esas situaciones son altamente irreversibles, hasta que surge la catarsis. Nadie puede pararlas antes. Lo propio de estas situaciones es su labilidad. Justo porque la vida pública domina la vida privada con la intensidad de los monopolios, las decisiones personales se vuelven inseguras, cambiantes, variables. El sistema político entero se torna imprevisible. Y eso es lo que lleva de nuevo a los procesos de escalada. Se ha tendido a ver estas situaciones como producidas por la rebelión de las élites. Ese fue el veredicto que ya dio Christopher Lasch. Las élites hablan para sí mismas, se desentienden de las preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos, y los consideran resentidos y estúpidos, incapaces de comprender sus elaborados argumentos y de entender su sofisticación comunicativa. La evolución de la filosofía y de las humanidades ha llevado este camino, desde luego, al tiempo que las ciencias sociales sólo buscaban implementar nuevas formas de identificar estados concretos de opinión y hacerlos rendir electoralmente. De este modo, por un lado y otro, las poblaciones fueron objetos pasivos a administrar. Y cuando esto sucede, siempre aparece el administrador.

Lo más terrible del diagnóstico de Lasch en los años 90 fue descubrir que, mientras que las élites privilegiadas eran cínicas respecto de los fundamentos del orden social a cuya cima estaban encaramadas, a su vez despreciaban a las mayorías sociales que, deseosas de mantener ese mismo orden, se entregaban a defensas que a ellos les parecían irracionales, fanáticas y agresivas, sin hacer nada por entablar una conversación respetuosa. Este contraste creciente entre los beneficiarios de un sistema que no creían en él, y los que pretendían defenderlo de un modo fanático porque era todo lo que tenían, ha estallado ante nuestras narices. Si tuviéramos que decidir quién tiene mayor responsabilidad, si esas minorías bien instaladas que sirvieron al neoliberalismo progresista sin creer en él, o esas mayorías cuya mentalidad fue radicalizándose a través de décadas de soledad y de indiferencia, la decisión sería clara.

Ninguna sociedad vive largo tiempo sin legitimidad consciente. Los sistemas intelectuales no son sino herramientas para identificar las zonas inestables del mundo de la vida comunitaria y encauzarlas desde las zonas estables de ese mundo de la vida común. Cuando estos sistemas intelectuales se entregan a su propio virtuosismo, dejan de dar a la colectividad una idea de sus propios problemas y de sus potenciales soluciones. Solo sirven entonces para alcanzar posiciones de privilegio y mirar por encima del hombro a los demás. Forman parte del sistema de dominación, por mucho que se pasen el día pensando en cómo derrocar el sistema. Este avanzará a ciegas y, si hay algo claro como la luz del día, es que acabará destruido, pero no por los refinados argumentos de unas élites cínicas. Será más decisiva la intensificación de la brutalidad y el fanatismo. Eso preparará los espíritus para el drama. Atención a Salvini. En su proyecto de ley dice que toda situación de estrés será considerada razón suficiente para hacer uso de armas de autodefensa. La exaltación y la irritación de nuestro estrés público, si lleva a algún sitio, es a eso.

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