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Mercedes Gallego

Querido Larra

Fiscalmente soy una buena chica, una persona cumplidora con sus obligaciones tributarias que prefiere dormir con la conciencia tranquila aunque la cuenta corriente se encuentre bajo mínimos a que ocurra lo contrario, es decir, que lo que esté por debajo del nivel sea mi responsabilidad como contribuyente mientras nado (hipotéticamente hablando, entiéndase) en la abundancia. Eso, claro está, con independencia de que tenga mi opinión, no siempre favorable, acerca del modo en que se emplea mi contribución a la cosa pública.

En cualquier caso, con esa buena predisposición de ánimo me encaminé hace unos días a saldar el impuesto que mi Ayuntamiento me reclama por contaminar el aire de la ciudad y desgastar su asfalto a fuerza de circular por él. El cambio de vehículo hizo que la domiciliación en la que yo delegaba estos menesteres se anulara y me viera ante un trámite burocrático que, por inhabitual, se me antojaba complicado y tedioso. Aunque no menos molesto de lo que le resultaba al funcionario que me tocó (o yo a él) en suerte a juzgar por su cara y predisposición. Pese a ello, solventé el primer paso con una cierta diligencia faltándome solo, a eso de las 13.50 horas, realizar el ingreso. Un simple golpe de tarjeta que a punto estuve de tener que regresar al día siguiente a hacerlo porque, según el segundo empleado público que me atendía esa mañana, había llegado a punto de que bajara la persiana. Y eso sí que no.

Ayer no fue en la administración local sino en la central en la que pretendí hacer una consulta cuando el horizonte de las 14 horas se encontraba ¡a menos de 45 minutos! Una osadía que pagué cara. Tan expeditivo fue el tono del funcionario que presuntamente me atendió que salió de mí decirle: «Tranquilo, ya, si eso, vuelvo mañana».

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