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Luis M. Alonso

Black is black

Permítanme una frivolidad en medio de este gran marasmo nacional. Rodrigo Rato ingresará, parece ser, en prisión por el uso indebido de las famosas tarjetas black. Esperanza Aguirre ha dicho que le da mucha pena que acabe en la cárcel por 90.000 euros. El problema es que no se trata sólo de la apropiación de fondos públicos para pagar bolsos, vinos o una tortilla de patata.

Rato, al igual que el desparecido Blesa que le precedió en el latrocinio bancario, está condenado por una sentencia que revela una forma de actuar en un sistema que permitía a la cúpula de Caja Madrid y Bankia disponer a su antojo de dinero para sus gastos personales, y que más tarde fue rescatada por más de 20.000 millones de euros públicos. Eran atribuciones, además, que no se declaraban a Hacienda. En ese sentido hay que pensar que Rato ha estado demasiado tiempo fuera de la jaula que le corresponde por haberse comportado como un delincuente.

Devolvió el dinero, sí, pero su irresponsabilidad queda intacta. Se juzga a un individuo que forma parte de un pasado reciente. En un país en que los sumarísimos se retrotraen a los restos de Franco la actualidad no se resentirá por ello. Cobra una nueva pieza.

Si digo frivolidad es porque lo que está sucediendo sobrepasa las condenas del latrocinio, incluso a la corrupción organizada de los dirigentes que han crecido a la sombra de los partidos. Vivimos en un país que dirigen pollos sin cabezas decididos a acabar con él de la manera más rápida posible. En una absoluta inacción del poder sustentada por independentistas que no han renunciado al golpismo y que amenazan con destruir el Estado, que únicamente encuentra defensa en la firmeza de los jueces del Tribunal Supremo. Si existe una solución política debe buscarse a partir de la ley y el obligado cumplimiento de la Constitución.

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