Entre los argumentos que se pueden esgrimir para rebatir la suposición de que es posible imponer la secesión de una porción del territorio de un Estado constitucionalmente soberano, hay uno muy relevante, pocas veces tenido en cuenta, que dice así: Nadie tiene la autoridad de imponer a otro, sin su consentimiento, un cambio de nacionalidad o de privarle de su condición de ciudadano del Estado al que pertenece.

Una mayoría circunstancial, más o menos numerosa, podrá tomar determinadas decisiones, imponer leyes, dictar medidas, etcétera, pero no puede vulnerar los derechos fundamentales ?y el derecho a la ciudadanía y a la nacionalidad son derechos fundamentales- so pena de convertirse en una mayoría arbitraria, autocrática, ajena a los valores de la democracia constitucional. De manera que, aunque sólo fuera una persona, sólo una, la que se opusiera a un cambio de nacionalidad por decisión del resto, esa decisión sería jurídicamente nula y moralmente injusta.

Me llama la atención que algunos juristas catalanes, de los cuales hemos aprendido buena doctrina, que hace algún tiempo predicaban el principio de que los derechos fundamentales constituyen la esfera de lo «indecidible», es decir, que son derechos que están fuera del alcance de la ley, al constituir límites infranqueables? repentinamente, esos mismos juristas, probablemente obnubilados por la mística identitaria, se han pasado al bando del decisionismo, de infausta memoria (por ser el precursor de todos los fascismos y especialmente el cultivado en la Alemania nazi), según el cual, todo vale con tal que lo decida la gente, una mayoría, un líder, etcétera, con el fin de convertir su mero poder en derecho. Y esto es así porque, en el Estado constitucional, el estatus de ciudadano y la nacionalidad están firmemente anclados en la soberanía del Estado, expresada por su Constitución, y que, por tanto, sólo por decisión del soberano y en función de las reglas constitucionales, podría darse una opción política de esta naturaleza. Algo difícilmente imaginable en el caso catalán.

En cuanto al destino de las incansables pesquisas por parte del secesionismo para encontrar precedentes o casos similares que avalen la tesis que existe algo así como un derecho a la autodeterminación del «pueblo» de Cataluña, hay que decir que el intento es y será absolutamente infructuoso. En los casos en que se han producido refrendos de autodeterminación (Escocia, Canadá, los más conocidos y significativos, no el caso de Kosovo que es el anti-ejemplo), al margen de que sus constituciones, escritas o no, contienen reglas específicas, fruto de la configuración histórica de sus constituciones, la primera y la última palabra la tiene siempre el soberano.

A lo largo del procès, el independentismo ha ido cambiando y matizando sus tesis. Primero fue el «derecho a decidir», un significante vacío, como se dice ahora, que carecía del menor sentido jurídico. Luego se pasó al derecho a la autodeterminación, aunque con poco eco, porque en este punto los organismos internacionales, Naciones Unidas, y cualquier persona con sentido común entiende que los supuestos del derecho de autodeterminación no se dan, ni por asomo, en el caso de Cataluña. Ahora estamos ante una narrativa mixta, en la que el secesionismo apela en diversas proporciones a un derecho a pactar la autodeterminación y, sobre todo, a la opresión que sufre por parte de una España malvada que no respeta sus derechos y los trata indigna y represivamente. Lamentos que el señor Torra ha trasladado en forma de carta dirigida a algunos dictadores y personajes estrafalarios a ver si le hacen caso. El problema que tiene este lamento es que, más allá de la judicialización del procès, por obra del secesionismo, el poder en Cataluña está en manos de los independentistas. Son ellos los que tienen el poder económico, cultural y político, los que tienen el gobierno para sí mismos, con desprecio hacia la población. Los que privarían, si pudieran, de sus derechos, a los catalanes que no opinan como ellos. Tienen un serio problema.