Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Daniel Capó

El sueño de la revolución

Los hechos apenas sirven para modificar la opinión de la ciudadanía. Rigen los marcos emocionales

El sueño de la revolución es muy distinto al sueño de la democracia. Para la primera, el objetivo no consiste en cambiar el gobierno, ni modernizar las leyes, ni perfeccionar las instituciones, ni firmar consensos más o menos perdurables, sino todo lo contrario. Dejemos hablar a Ivan Krastev en su ensayo After Europe: «Para un número creciente de personas, la idea del cambio significa transformar el país en su totalidad»; es decir, de arriba abajo, de principio a fin. A eso tendería, por tanto, el sueño de la revolución, ya sea de izquierdas o derechas.

Cambiar el país, construir un nuevo demos diseñado por la ingeniería social, decir adiós a un pasado, que se considera moralmente manchado por el pecado original: un pecado sin otra remisión posible que el Apocalipsis previo al Cielo nuevo y a la Tierra nueva de la Parusía. De este modo, la revolución es el momento de la desintegración: de las fronteras nacionales -por supuesto-, de las monarquías, de las repúblicas constitucionales, de las lealtades acendradas por la historia, del prestigio de las reformas, de una realidad que se consideró durante siglos natural y definitiva. La revolución es, por ejemplo, que un hijo pueda tener tres padres biológicos y no sólo uno -esto ya resulta posible con la tecnología actual-; o pensar, como Yuval Harari, que en un futuro cercano un Homo Deus, alterado genéticamente y fecundado por la nanorobótica, luchará por el dominio mundial contra el Homo Sapiens y lo aniquilará. La revolución es también constatar a diario que la globalización introduce en su relato episodios de desintegración social ante el asombro de unos y la indiferencia cínica de otros. La revolución consiste así en comprobar que el desencanto supone una fuerza brutal que no podemos despreciar ni dejar de lado. El desencanto sería otro de los pecados originales que recorre el sueño de la democracia, pues se encarna en esa "tierra nueva" de los falsos movimientos constitucionales, incitados por la tristeza, la ira y la sospecha.

«Los partidos populistas prometen a los votantes -prosigue Krastev- lo que la democracia liberal no puede prometer: una victoria que permita a las mayorías -ya sean políticas, étnicas o religiosas- hacer lo que les plazca». Para ellos la democracia representativa que se forja en la ley y en los consensos refleja la corrupción de las elites, protegidas por el dictado neutral de la separación de poderes. Por tanto, resulta crucial que los discursos populistas no sólo alimenten el miedo y el resentimiento, sino también el descrédito de las instituciones y de los poderes establecidos. Ahora le toca al poder judicial, como antes tocó a los partidos políticos o a la Corona. El uso masivo de la propaganda sirve para crear estados de opinión masivos, climas que muy difícilmente se pueden calificar de racionales. Los hechos -hay estudios que así lo demuestran- apenas sirven para modificar la opinión de la ciudadanía. Influyen los marcos de pensamiento, los prejuicios emocionales asentados a veces desde la infancia.

Únicamente así se puede explicar que pase por libertad de expresión lo que, en realidad, son amenazas o que se llamen "democráticos" movimientos plebiscitarios que sólo buscan aplastar a las minorías. La ruptura social que se extiende en nuestras sociedades responde menos a la clásica dicotomía ideológica entre derechas e izquierdas que al cuestionamiento del cosmopolitismo desde las premisas de la soberanía nacional. El brexit es un ejemplo. Donald Trump, otro. Salvini también. Y, por supuesto, el procés.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats