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Luis Muñiz

Hace un año y ahora

El soberanismo, dividido, echa de menos al enemigo que tapaba sus grietas

¿Qué queda del 1-O? Más bien poco, a juzgar por los cortes de carretera y de vía férrea que, primer aniversario del referéndum, protagonizaron los CDR saltándose la efeméride y pasando directamente a las acciones de protesta del 3-O. Torra los anima a seguir presionando. "Hacéis bien", les felicita, visto que él tiene las manos atadas para romper como le gustaría (no cabe duda) y los dos partidos del Govern, Junts per Catalunya (JxC) y ERC, aún andan contando los votos para saber si podrán sacar adelante su propuesta de suspender y no suspender a los seis diputados suspendidos por Llarena: primero el Pleno eleva la voz y proclama que no están suspendidos; después el Pleno se achanta y acepta que, aunque no lo están, deben ser sustituidos por sus compañeros en el ejercicio de sus derechos parlamentarios. La CUP está perpleja. El Parlament acata al Supremo.

Pero aún hay más, y quizá sea lo más importante: los CDR y la CUP, los únicos entes que aún siguen activos en la reclamación de la república mental de Puigdemont, están que trinan porque los Mossos protegen una afrentosa manifestación de policías y guardias civiles y cargan contra sus huestes. Un año después, ya no son las fuerzas del "Estado represor" las que arremeten contra ellos, sino los propios agentes catalanes. El president Torra y el consejero de Interior, Miquel Buch, son unos "traidores". Y les amenazan: "Lo pagaréis". Buch se atreve incluso a reprender a la CUP, preguntándole si es que ahora "opta por la vía de la violencia", y zanja la cuestión: "Gente con ´estelades´ pegando a otros, eso no nos lo podemos permitir".

Es lo que tiene sacar a la gente a la calle y decirle que puede conseguir lo que el político (ladino, timador, irresponsable) sabe que no puede conseguirse. Que después, aunque se resista, hay que meterla en casa. ¿Qué hay que deducir de todo ello? Pues que mal que les pese a Casado y a Rivera, la llegada de Sánchez a la Moncloa ha relajado la tensión y en la plaza Sant Jaume sigue despachando un presidente autonómico. ¡Quién lo iba a decir, el hombre que levantó con la ducha diaria una frontera moral entre catalanes y españoles! El mismo a quien el propio Sánchez, antes de ser presidente del Gobierno, situó en la órbita de Marine Le Pen. A los gestos, el Ejecutivo del PSOE ha respondido con gestos (entrevista con Torra, acercamiento de los políticos presos a cárceles catalanas, reconocimiento implícito de que deberían estar libres). Y ha empezado a saldar la deuda de 7.600 millones que la Generalitat reclama al Estado desde hace años con una primera partida de 1.400, a pagar en el próximo cuatrienio. Pero los gestos y el dinero no bastan para explicar por qué declina el "posprocés". Eso lo explican mejor las cargas de los Mossos y la reprimenda de Buch a la CUP. La base independentista no se ensancha. La estrategia de negar la mayor y difundir propaganda a raudales se ha estancado.

Torra es un mandado y Puigdemont, aunque libre como un pájaro en Waterloo, no puede ni sobrevolar su tierra. ERC busca lo mejor para sus presos, o al menos que su situación no empeore. La CUP se ha puesto definitivamente en modo no-pacto-con-autonomistas. El cansancio cunde. La paciencia se agota. División. Renuncian a la vía unilateral, pero no al referéndum de autodeterminación. Y exigen borrar la acusación de rebelión contra sus dirigentes presos. O, en todo caso, una sentencia absolutoria en el juicio que empezará en enero. Pueden, si quieren, acabar con la distensión, obligar a Sánchez a convocar elecciones devolviéndole los Presupuestos (en los que, por cierto, figuran 350 millones de los 1.400 comprometidos). Pueden, la cuestión es si quieren. Quizá prefieran volver a tener un enemigo. Deben elegir. Hace un año no podían: el camino hacia la DUI estaba trazado. Contra Rajoy, pensarán muchos, estábamos mejor. Desconcierto, parálisis, perplejidad.

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