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El viaje polaco

Turismo de calidad frente a turismo de cantidad

Mi irrefrenable simpatía por los guías turísticos me lleva tantas veces a admirar su presencia de ánimo, pero nunca más que cuando contemplo cómo explican la nada con muchísimo detalle. Es decir, cuando el monumento que muestran carece de particular interés, pero deben llenar el tiempo estipulado para la visita y, por ello, proporcionan datos y más datos y venga datos ante unos viajeros acaso cansados, tal vez saturados de información, sin duda con ganas de desconectar. Acabo de comprobarlo en un viaje a Polonia. Les aseguro, queridos lectores, que ya no recuerdo si el ayuntamiento de Poznan se levantó en el siglo XIII o en el XII, si el Oder riega mil kilómetros o menos, si Gdansk fue fundada en el 999 o antes o después, si Varsovia es la cuarta o la novena ciudad de la UE, si el rey Casimiro reinó cuarenta años o cincuenta. Lo malo o lo bueno es que no me importa nada recordarlo.

Hay un turismo de cantidad, que parece ser el que prima en internet y en las agencias. Consiste en ver muchas cosas, iglesia tras piedra, piedra tras casa natal, casa natal tras plaza, plaza tras puente. Y hay un turismo de calidad que consiste en ver un puñado de cosas pero a fondo: un detalle, un matiz, un momento, una luz, una ráfaga de aire. Parece que pocos gustamos del mismo, pues nos toca vivir tiempos de aluvión y de acumulación, y el público prefiere comerse por encima una docena de ciudades que degustar con pausa un paseo calmo en una ciudad desconocida.

Para gustos hay colores y tal y tal. Sin embargo, ¿qué es lo que mi memoria va a preservar de los dos mil kilómetros de autobús y las docenas de horas a pie recorriendo lugares de Polonia? Solo lo fugitivo permanece y dura: no lo olvidemos nunca. El detalle fugaz, no el dato prescindible. Aquella diminuta camita de Malbork donde dormía un gran caballero teutónico. Que el Palacio de la Cultura y la Ciencia es el edificio con las mejores vistas de Varsovia porque desde él no se ve el propio edificio. El recio carácter de una guía intransigente: "¡Señor, ya lo he dicho, atienda usted!". Mi embobamiento fervoroso ante los dos cuadros de Rembrant vistos por sorpresa en el Castillo Real. La soledad del Estadio Nacional varsoviano a lo lejos, una cesta de mimbre. Que no hay paro en Polonia, que los niños no se sueltan a hablar su lengua hasta los doce años. Que el vodka de etiqueta negra es para los ricos. Dormir en Gdansk junto a la escuela de Günter Grass. La ausencia de griterío. La capa de limo verde amarillo del río Nogat. Que hay ciudades de solo tres horas, bastan. Los desconchados de las casas a medida que se deja el centro. Las solitarias dunas artificiales para protegerse del Vístula agresivo. El inútil balcón que Hitler se hizo construir en Poznan y desde el que nunca arengó sus locuras. La demora y amabilidad de los camareros al atender las mesas. El entusiasmo de los músicos callejeros.

Aquella rosa comprada en el mercado de Wroclaw. Comer despacio "pierogi", el plato que cita Eduardo Mendoza. Curas jóvenes, impolutos y apurados. Una luz inefable de atardecer en Cracovia al cruzar uno de los puentes camino del que fuera el gueto. Aquellas sillas de la plaza y la farmacia de Pankiewicz. La visita al trozo del muro conservado, al anochecer. La sensación nocturna de que en las plazas todo era cartón piedra, fachada nada más. Haber aprendido que en cualquier lugar de Polonia pueden vivirse las cuatro estaciones en el mismo día. Comer una "zapiekanka" en Kazimierz, como si uno fuera jovencísimo. Mi conversación con la estatua de Jan Karski. El eslogan aquel nacionalista y anti Putin: "Sé polaco, come manzanas". Entrar a la carrera en el callejón de Jozefa 12 para fotografiar sin gente las escaleras de "La lista de Schindler". Y Auschwitz?

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