Un termómetro. En el bar del desayuno ya se dividen al 50% los primeros comentarios de la mañana entre los que preguntan cómo quedó el equipo local de fútbol y los que preguntan si ha salido alguna grabación más de Villarejo. Imagino que llegará la síntesis perfecta cuando de los sótanos del excomisario salga una conversación entre una ministra y un delantero centro al amanecer. Me parece que estamos en un error. Lo que está ocurriendo no es exactamente el acoso brutal de una derecha montaraz que no tolera perder el poder o el derrumbamiento de un Gobierno inconsistente, errático y plagado de aspectos sospechosos. Tampoco lo contrario. Si uno repasa los deprimentes años finales del felipismo encontrará, desde luego, una oposición carnívora que buscaba no solo apartar a González del poder sino, a ser posible, meterlo en la cárcel. Pero Aznar y su equipo, conchabados con un conjunto de medios de comunicación, mordían hasta el hueso en casos reales de arbitrariedad y corrupción que los dirigentes del PSOE no supieron o pudieron solucionar: desde un episodio de guerra sucia contra el terrorismo etarra en la que estaban involucrados cargos públicos y figurones del partido en el País Vasco hasta un director general de la Guardia Civil que robó a mansalva y escapó al extranjero. El golpe que el PSOE se infringió a sí mismo fue terrible y, sin duda junto a otros factores -la deserción de las clases medias urbanas hacia otras ofertas electorales, la extinción de la militancia tradicional, el fin del obrerismo- contribuyó a que desde 1996 los socialistas no hayan logrado una mayoría absoluta en las Cortes. Hace ya más de veinte años.

Pero no. Esto no es lo mismo. Y no es lo mismo desde hace algún tiempo. Lo que se está gestando es una nueva gramática que no está destinada a la comunicación ni al debate, sino a la denigración, anulación y destrucción del adversario político, social, cultural. Una gramática que opera desde la fragmentación social y que tiene su privilegiado canal de articulación y difusión a través de Internet y, más concretamente, de las redes sociales. No hay discusión, sino exclusión. No hay debate, sino orates. No existen adversarios criticables, sino enemigos odiosos. No es necesario contrastar argumentos, basta con practicar con habilidad el denuesto y el arte de injuriar. En todas direcciones y simultáneamente. Desde una cultura nacional, tribal, vecinal, yoística. Opinar se considera un derecho, pero la expresión pública de una opinión sin ser detenido por la policía, citado por un juez o lapidado por los vecinos no reside en un artículo constitucional, sino que es, sobre todo, un triunfo civilizatorio, una costumbre ejercitada mesurada y cotidianamente, el resultado colectivo de una inteligencia con modales ganado gracias a una lucha de siglos a favor de la libertad y de la tolerancia.

La verdad es lo que se reproduce y cabe en un tuit y aún sobra espacio para despanzurrar el cadáver del enemigo. Y esto apenas es el comienzo: la introducción del trumpismo como populismo comunicacional mimetizado por derechas e izquierdas tiene como consecuencia la destrucción del discurso político y, finalmente, de la política misma. Una miríada de divisiones ululantes que carcomen cualquier crítica efectiva y el proceso de deliberación democrática. Igual no necesitamos un Trump. Basta con universalizar su insidioso, atroz y disolvente idioma del odio, la cómoda estupidez dogmática, el liquidacionismo de todo lo que no soportamos ni estamos dispuestos a aguantar.