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La escandalera

¿Es cierto que ninguno de nosotros resistiría la prueba de una filtración de sus conversaciones privadas? Hay gente que ha corrido a decirlo cuando se han hecho públicas las grabaciones de la ministra Delgado, pero me pregunto si esto es realmente así. Nadie podría pasar la prueba de un espionaje constante de su intimidad -lo que decimos y hacemos cuando creemos que nadie nos ve-, pero las cosas son distintas durante una comida con amigos, en un lugar público y frente a testigos que podrían resultar comprometedores. Quizá yo viva en un mundo muy raro, pero no suelo oír a menudo las palabras -o los eructos, más bien- de "maricón" o de "mariconazo", ni siquiera en las largas sobremesas en que los comensales piden un café y un carajillo, o un cubata o una amarguinha o un vodka o lo que sea.

Y tampoco he oído desde hace mucho los rebuznos tipo "putón" o "pedorra" o cualquiera de esos insultos repugnantes que parecen surgir a la sombra del coñac Soberano y de esas largas sobremesas. Este verano he comido en varios chiringuitos playeros -lugares propicios a esta clase de comentarios, según dicen- y nunca he oído una conversación así entre carcajadas y ruidosos manotazos en los muslos. Durante una de esas comidas, por cierto, junto a una duna, un vendedor ambulante africano estaba rezando mirando a La Meca mientras docenas de personas, a su alrededor, bebían alcohol y disfrutaban de los placeres más epicúreos de la vida, sin que ni a él ni a los demás pareciera molestarles en absoluto la presencia del otro. Y ya que estamos, estoy seguro que muchos de ustedes, lectores, tampoco han oído esta clase de comentarios durante las largas sobremesas de verano bien regadas con vinos y licores. Por supuesto que estas conversaciones tabernarias existen -y buena prueba de ello es la grabación de la ministra-, pero no son tan abundantes como parece. Desde hace diez o quince años muy poca gente se atreve a hablar así en público, cosa que hay que agradecer a las leyes que se han aprobado a favor de los homosexuales y de la igualdad de género. Nos gusta pensar que vivimos en un país hecho a la imagen y semejanza de Torrente, y aunque de vez en cuando hay hechos que podrían dar la razón a quienes defienden esa idea -como la grabación de esa comida-, la verdad es que somos un país bastante civilizado y respetuoso. Otra cosa es que seamos masoquistas -que lo somos, y mucho- y nos guste creer que vivimos en una especie de mazmorra medieval vigilada por dos sicarios de la Santa Inquisición.

Pero aun así, es innegable que se está produciendo una ola de puritanismo histérico que no augura nada bueno. Y desde que el debate político se ha olvidado por completo de los objetivos y de los hechos verificables, y se ha centrado en el insulto y el ataque despiadado contra el adversario, hemos entrado en una competición incesante de lucha libre en el barro. Alguien decía que si seguimos así, analizando la vida privada de todos los políticos, llegará un día en que habrá que ir a buscar a los políticos a un monasterio zen. Pues cuidado, porque ni eso será posible. No olvidemos que el maestro zen del monasterio californiano al que se retiraba a meditar Leonard Cohen fue acusado varias veces de haber abusado de las mujeres que participaban en sus retiros. Y el guru Maharishi de los Beatles, aquel simpático charlatán que enseñaba meditación trascendental en su "ashram" de la India, fue acusado de fraude fiscal y de acoso sexual a algunas de sus discípulas. Teniendo en cuentas estas circunstancias, quizá habrá que ir pensando en nombrar a un robot o a un algoritmo matemático que no pueda caer en ninguna clase de tentación económica o sexual, y que por tanto sea totalmente inmune a la corrupción de cualquier clase. No es una hipótesis descabellada que acabemos gobernados por un robot, viendo los tiempos que corren.

Yo no sé si quienes lanzaron la campaña de purificación moral contra la corrupción se dieron cuenta de que estaban poniendo en marcha un mecanismo insaciable que algún día acabaría devorándolos a ellos mismos. Se estaban exigiendo tantas cosas, y se prometían tantas y tantas cosas más -integridad máxima, escrutinio absoluto, tolerancia cero- que era fácil prever que esas promesas acabarían desarbolando a quienes las hacía de forma excesivamente histérica (y sin pensar en las consecuencias). Y en estas estamos.

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